El recuerdo de los años sesenta -la época del desarrollo, de la protesta y de las vanguardias- se va tiñendo de nostalgia en las mentes de quienes formaron la juventud dorada de la época. Terenci Moix, que tenía veinte años por entonces, conoció las delicias de un confort sin negruras en el horizonte próximo, de una libertad de expresión en progresivo avance y de un afán creciente de abrirse al mundo en el ámbito cultural español. Aquel renacer, que clausuró definitivamente las estrecheces de la posguerra, es lo que evoca en esta rememoración de la élite intelectual barcelonesa de aquella añorada década.
La estructura de El sexo de los ángeles es la de una sucesión de crónicas de aquella Barcelona que quería ante todo afirmar su identidad autonómica y lingüística. Esta ambientación reducida a su ciudad natal explica que el autor haya recibido por esta obra, en su versión original, el Premio Ramón Llull 1992. Lo que ahora, en traducción del propio Moix, puede leer el resto de los españoles es un complejo entramado de referencias en clave, de difícil comprensión para un público foráneo. A través de ellas se ofrece una visión irónica de un mundillo abigarrado y en plena efervescencia, que tiende a describir cuestiones bizantinas similares en el fondo a la del sexo de los ángeles.
Las caricaturas, parodias, alusiones y deformaciones resultan ingeniosas y divertidas para quien pueda captar su intencionalidad; en caso contrario, constituyen un oscuro, tedioso y reiterativo laberinto en el que no se sienten deseos de aventurarse. Ni siquiera la elaboración estilística colabora en esta ocasión. Buscando escandalizar, sobre todo a sus propios paisanos, el autor -con el recurso de las procacidades y las alusiones obscenas- se muestra implacable y demoledor en sus ataques y sátiras.