Ariel. Barcelona (1997). 222 págs. 1.700 ptas.
Savater explica que el título del libro se acoge a los dos aspectos semánticos del término valor, como realidad valiosa y como exigencia de coraje. Y es preciso reconocer también al autor el valor de enfrentarse con una cuestión que, a falta de respuestas satisfactorias, a menudo se prefiere eludir. En una situación social de perplejidad sobre las finalidades de la educación, el empeño de Savater resulta encomiable.
Con su habitual estilo accesible y cargado de recursos expresivos, Savater pretende ofrecer un sentido de la educación que se haga cargo de la realidad social en que debe llevarse a cabo. Gran parte del atractivo de este libro radica en esta atención a la realidad concreta en que se desenvuelve hoy la acción educativa (como la preeminencia de la televisión y la abdicación de las responsabilidades paternas), junto con la voluntad de no resignarse a la habitual inhibición educativa ante la que cierto papanatismo con ínfulas de modernidad ha sucumbido.
Savater reivindica sin reparos la autoridad necesaria para educar, explica cómo sin disciplina es imposible que el alumno madure y, de ese modo, pone en solfa la pretensión lúdica de ciertas concepciones pedagógicas. Su apuesta es por una educación en sentido fuerte, con una profunda carga ética y con la misión de transmitir contenidos valiosos que no deben perderse. Dentro de este planteamiento, se enfrenta a algunas cuestiones educativas espinosas, para sugerir lo que puede aportar la escuela en materia de materia de ética, educación sexual y actitud ante las drogas y la violencia. En lo relativo a educación ética, propugna su enseñanza temática, sin plantearla como una alternativa a la enseñanza de la religión. Se muestra partidario de la liberalización de las drogas.
¿Qué imagen del hombre debe inspirar la acción educativa? La respuesta de Savater es paradigmáticamente la de un ilustrado y la de quien es ferviente convencido de la superioridad moral de la democracia liberal. Por eso afirma que «el ideal básico que la educación actual debe conservar y promocionar es la universalidad democrática». Como buen ilustrado, se halla convencido de la capacidad del hombre para encontrar una respuesta racional a todo lo humano, respuesta compartible por todos, a diferencia de las respuestas religiosas que sólo tienen valor para quienes confiesan una misma fe. Es precisamente la educación la que puede hacer valer esa racionalidad universal.
En definitiva, la actitud de Savater es la de quien considera que el empeño ético más elevado de la educación son los valores de la democracia, porque a través de ellos es como el hombre se humaniza, supera lo que él viene a considerar oscurantismo religioso y como se garantiza la convivencia pacífica.
Junto al acierto y la actualidad de muchas observaciones, Savater refleja las limitaciones propias de la más pura tradición ilustrada. Así, confiere más protagonismo educativo a la escuela que a los padres, porque entiende que la elección educativa familiar limita la autonomía del individuo, y la escuela pública, plural, es la que puede superar las diferencias de origen, no sólo económicas, sino también ideológicas. «El saber que la enseñanza pretende transmitir no es la suma de conocimientos y experiencias aceptadas por los padres (…) sino el conjunto de contenidos culturales básicos socialmente aceptados». Cree que este programa sólo se desarrolla en la enseñanza pública, y por eso defiende que los recursos deben ir en su mayor parte a ella, mientras que los centros privados deben atenerse a la pura ley del mercado.
A pesar de los desaires que la historia ha dado a los ideales de la Ilustración, Savater sigue creyendo en la universalidad de sus planteamientos. Lo que ocurre es que Savater considera adoctrinamiento la formación impartida con postulados distintos a los suyos -por ejemplo, los que no excluyen la religión-, y educación válida para todos la que responde a sus ideas. Pero, aun prescindiendo de las creencias religiosas que tanto parecen molestar a Savater, existen numerosas discrepancias sobre los valores que deben inspirar una democracia, los objetivos de la educación o los contenidos culturales relevantes. Así que poner como ideal educativo la «universalidad democrática» o como objeto de transmisión los contenidos culturales «socialmente aceptados», no supone ofrecer una solución válida para todos. Y es que los planteamientos universalistas de Savater parecen excesivamente recelosos de la diversidad. Quizá el valor de educar exige también el coraje de aceptar que el pluralismo -de escuelas, de objetivos pedagógicos, de métodos, de marcos culturales…- no está reñido con la democracia ni con la racionalidad.
Francisco Santamaría