Ha tardado mucho en llegar, pero el canon literario va configurándose a golpe a descubrimiento y crítica entusiasta. En ese canon de grandes genios del siglo XX, donde tampoco hace unos años estaba el ruso David Grossman, ahora también está el irlandés Flann O´Brien, a mi juicio el más rutilante hallazgo de las últimas décadas en el panorama editorial patrio. En el ámbito anglosajón, sin embargo, O´Brien llevaba ya mucho tiempo formando parte de la santa trinidad de genios irlandeses junto a James Joyce y Samuel Beckett, de los cuales es discípulo por edad y, en algunos momentos, maestro por superación artística.
Advirtamos ya que O´Brien es un complicado autor de vanguardia y culto, que sólo disfrutarán los paladares más aquilatados, y esta novela -su deslumbrante, enloquecido, debut literario, escrito antes de cumplir los 30 años- resulta particularmente críptica. Otras obras del autor como La vida dura (ver Aceprensa 27-5-2009) o El tercer policía (ésta me sigue pareciendo su gran obra maestra, ver Aceprensa 17-01-2009) albergan mayores dosis de verosimilitud narrativa -no muchas más- que facilitan el seguimiento lector. La genialidad desatada del irlandés está entera en un libro desde el insensato título, y referir el argumento no sólo sería imposible sino incluso una traición al tipo de talento que tenemos entre manos, que es el talento del absurdo exquisito. Como un Mihura pero con mayor erudición.
La tradición literaria de O`Brien, sin embargo, entronca con El Quijote y con el Tristam Shandy: entrevero de planos narrativos, constantes digresiones aparentemente arbitrarias, desdoblamiento del narrador en otros narradores y diálogo de los personajes con el autor al estilo Unamuno o Pirandello, evocación y mezcla de las corrientes históricas de la literatura irlandesa -del manual moralista a las sagas épicas, cuyo lenguaje es aquí imitado con tanta brillantez como humor desopilante-, introducción de conversaciones entre personajes de una erudición inútil y desaforada (“Menos Uno, Cero y Más Uno son los tres enigmas insolubles de la Creación”), cierto costumbrismo con pintura de caracteres irlandeses (no faltan los borrachos ni los arrebatados beatos), algo de novela de formación de ambiente universitario regado por pintas de cerveza, etcétera.
Lo que menos hay es acción, porque a O´Brien -que tenía el don de la frase perfecta, la metáfora original y el humor salvaje, todo lo cual hace de la suya una prosa radiante de personalidad- piensa que es en el juego del lenguaje puro donde reside el placer literario, y que eso del suspense y la intriga es una cosa de gustos plebeyos. Como dice uno de sus personajes: “No hay nada peor que reducir una buena charla que debería durar seis horas al breve espacio de una”. Esa charla es este libro, que fue saludado con el aplauso merecido por Graham Greene, Joyce, Beckett, Dylan Thomas, etcétera, pero cuya difusión vino a truncar la II Guerra Mundial, hecho que explicaba el autor años después diciendo que a Hitler le molestó tanto la novela que se inventó el nazismo y la invasión de Europa para distraer su divulgación.
Y es que por debajo del discurso delirante, ciertamente pueden advertirse en esta obra críticas feroces a los ridículos totalitarismos del momento, a la intransigencia del nacionalismo irlandés y a su beatería extrema y a la fatuidad endogámica de la cháchara de los intelectuales, entre los cuales él mismo se sabía inserto. Hay también en estas páginas, como en toda literatura del absurdo, un trasfondo melancólico, sin duda mitigado por un humor amable que distancia algo a O´Brien del nihilismo más crudo de Becket. Es la conciencia del callejón sin salida al que conduce el inmanentismo de la modernidad. Pero mientras otros autores modernos y posmodernos se dan al tremendismo lastimero y aúllan el sinsentido de la vida, el supremo talento de este irlandés es capaz de proponer un artefacto literario tan disparatadamente divertido como En Nadar-dos-pájaros. Puro arte.