A nadie se le escapa que la inteligencia artificial (IA) forma parte cada vez más de nuestras vidas. Sin ir más lejos, el programa con el que escribo estas líneas me sugiere continuamente las próximas palabras que “deseo” escribir. Y mientras usted lee esto hay robots invirtiendo dinero o escribiendo noticias (verdaderas o falsas, en función del gusto del creador). Los algoritmos deciden ya en EE.UU. si un preso debe salir de la cárcel en función de las posibilidades que tiene de volver a delinquir. Y, si no cambia mucho la cosa, en breve dispondremos del reconocimiento facial de emociones, de dispositivos de control del rendimiento laboral, de robots asesinos o de juguetes que hablan e interactúan con normalidad con los niños.
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