Alianza. Madrid (1992). 248 págs. 713 ptas.
El quinto centenario del nacimiento de François Rabelais (1494-1553) es la ocasión para que su famosa obra encuentre nuevos lectores. Como de tantos grandes autores antiguos, largos años de críticos y eruditos han querido hacer del escritor francés desde virtuoso beatificable hasta indomable anarquista, pasando por heterodoxo agudísimo o precoz revolucionario francés.
Sea como fuere, lo cierto es que Rabelais profesó primero de monje franciscano y de benedictino más tarde, que fue médico y cirujano renombrado, profesor en la Facultad de Medicina de Montpellier, traductor de Hipócrates a partir del griego y, tras obtener perdón del Papa por huir de dos conventos, párroco de una aldea olvidada. Hombre de inagotable afán de saber, crítico independiente y misericorde conocedor de las flaquezas humanas, entretenía a los enfermos con historias que inventaba, pues defendía las propiedades curativas de la risa.
Cuando decidió dar a la imprenta buena parte de sus terapéuticas ficciones, surgió la epopeya burlesca Gargantúa y Pantagruel, que tendría su continuación en tres nuevas partes, la última de las cuales se considera apócrifa.
Rabelais sintetiza tanto una larga tradición de literatura cómica popular como temas medievales, cuentos o facetia de gran difusión en la época, con unos grandes conocimientos de la cultura clásica, refranes, sucesos reales y observaciones propias
Auténtico artífice de la lengua, Rabelais domina numerosísimos registros. Capaz de satirizar la literatura humanística con la perfecta imitación de unos modos formalistas y rígidos, convence también en los vertiginosos diálogos en los que el pueblo queda retratado. Pulsa con igual maestría el estilo caduco de los libros de caballería, la retórica de los pedantes logicistas de la escolástica decadente o los «amañados» periodos de los predicadores onfaloscópicos. Con viveza denuncia por igual las tachas de clérigos mundanizados, políticos ambiciosos, guerreros cobardes o jueces inicuos.
Rabelais resulta cáustico unas veces, desagradable e irrevente otras, emocionado y conmovido en ocasiones (baste recordar la descripción de Theleme, la abadía que, presidida por el lema «Haz lo que quieras», Gargantúa crea para fray Jean), pero siempre con matices de indulgencia y optimismo. Como imponente resumen y ampliación que de toda una cultura, la obra es un exponente del vital espíritu renacentista.
José Félix Tamayo