Berlín, 1929. Flota en el aire un júbilo negligente, una locuacidad desenfadada. La crisis bursátil aún no ha golpeado de lleno a la República de Weimar y en las noticias hay cabida para personajes como Käsebier, un cantautor cuya cotización sube como la espuma.
La inopia de la crítica musical, que lo ensalza sin motivo, y la rendición incondicional de un público ávido de referentes convierten a Käsebier en una estrella. Käsebier, una especie de Juan Nadie capriano, se limita a observar cómo va engordando la bola de nieve, alimentada por la estulticia de unos y el oportunismo de otros. Convertido en un mero producto de marketing, el cantautor apadrina muñecos de goma, zapatos y teatros con su nombre, hasta que el globo –o la burbuja, por ut…
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