Encuentro. Madrid (2006). 47 págs. 8 €. Traducción: Carmen Salgado.
Este pequeño libro contiene dos estupendos documentos del entonces Card. Ratzinger, hoy Benedicto XVI. Van precedidos de un breve y sugerente prólogo de Etsuro Sotoo, escultor japonés, converso, de la Sagrada Familia de Gaudí: «Se dice que Gaudí construía el templo más bello del mundo. Pero en realidad es al revés: la Iglesia le construía a él. La belleza más grande no es la del templo, es la del espíritu».
El primer texto de Ratzinger sobre la belleza conecta con esta idea. Recuerda que, después de escuchar una cantata de Bach, junto con un obispo evangélico, comentaron: «Quien haya escuchado esto, sabe que la fe cristiana es la verdadera». Y concluye: «He afirmado muy a menudo que estoy convencido que la verdadera apología de la fe cristiana, la demostración más convincente de su verdad, contra toda negación, son de un lado los santos y de otro la belleza que la fe ha generado». De manera particular, se refiere al arte cristiano. Esta idea de la belleza ha estado presente en toda su trayectoria. Y hace un breve recorrido de su fruto teológico, desde la hermosa «Teología del Icono», de Paul Evdokimov, hasta la cosmovisión de Von Balthasar, «Gloria».
La otra conferencia, sobre la Iglesia, se titulaba originalmente «una compañía siempre reformable». Después de interrogarse sobre la dificultad de nuestros contemporáneos para aceptar la Iglesia, la idea de fondo, con la experiencia de los vaivenes del posconcilio, es discernir lo que debe ser la verdadera reforma de la Iglesia. Detrás está toda su experiencia como perito conciliar al principio, y como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, después. «Miguel Ángel concebía la auténtica acción artística como un volver a sacar a la luz la imagen, un volver a poner en libertad, no como un hacer». No como un imponer nuestras ideas, que convertiría a la Iglesia en un producto de nuestra imaginación y de nuestro poder, sino como un quitar los obstáculos que hemos creado, para que se manifieste la realidad divina que hay en ella.
Juan Luis Lorda