Anagrama. Barcelona (1999). 410 págs. 2.900 ptas.
Álvaro Pombo ya se había interesado por la cristiandad medieval cuando escribió una Vida de San Francisco de Asís (ver servicio 119/96). Su relato transmitía comprensión y admiración por San Francisco y por la orden que él fundó. Ahora vuelve a tomar la figura de un santo medieval, pero con un registro muy distinto.
Ambientada a lo largo de la primera mitad del siglo XII, el protagonista de esta novela es un noble que, desilusionado del servicio en la corte del duque de Aquitania, se siente atraído por la figura de San Bernardo de Claraval. Por influencia suya participa en la Segunda Cruzada como caballero templario, y tras el fracaso lo abandona todo y desaparece.
La obra constituye no un relato de aventuras al estilo medieval, sino una reflexión existencial, enmarcada en una época esencialmente cristocéntrica, pero proyectada hacia cualquier otro tiempo. El protagonista, ser solitario, busca un grupo al que pertenecer, primero de hermanos de sangre, luego de armas y, por último, de monjes soldados, que le salve de su angustioso aislamiento y le ayude a encontrar la trascendencia. Una y otra vez fracasa en este deseo, con lo que se convierte en la imagen de una trágica desorientación. Este ambicioso planteamiento argumental se plasma en una narración brillante, con tendencia al barroquismo estilístico, en la que se busca el efectismo formal más que la depuración expresiva. También el trazado de los personajes resulta más emblemático que espontáneamente humano.
El protagonista de la novela aparece como víctima de una Iglesia que intenta lograr «la cuadratura del círculo» al predicar el amor al prójimo a la vez que quiere salvar la fe con las armas. San Bernardo aparece como un fanático fundamentalista. Una caracterización sorprendente, cuando su prestigio como hombre de diplomacia hacía que los príncipes recurrieran a él para resolver litigios. Pero, así como Álvaro Pombo revelaba una simpatía por la figura de San Francisco, su falta de perspectiva histórica ante San Bernardo de Claraval le lleva a identificar la firmeza en la fe con el fanatismo. En uno y otro caso, es la sensibilidad actual el criterio de medida. Pero la Iglesia de San Francisco no es distinta de la de San Bernardo, y ambos supieron promover las reformas que exigía su tiempo.
Pilar de CeciliaLa Mirada del Historiador
El riesgo de las obras de creación que intentan ambientarse en siglos lejanos a nosotros es que inviertan los valores y apliquen juicios de hoy al pasado, desfigurando así a grandes personajes históricos. Valiéndose de un personaje inventado, Acardo, y rebajando cuanto es posible la personalidad del duque Guillermo de Aquitania, lo que se pretende en esta obra de Álvaro Pombo es formular una seria acusación contra el santo más importante del Císter, Bernardo de Claraval. Aprovecha para ello el fracaso de la Cruzada que normalmente llamamos segunda, provocada por la pérdida de Edesa y predicada por el propio Bernardo. No es que fuera entonces mero instrumento del Papa, ni que alegara la obediencia debida como exculpación por su fracaso -cosas ambas que corresponden a la mentalidad de nuestro tiempo y no al siglo XII-, sino que también la derrota forma parte de las acciones puramente humanas.
Bernardo de Claraval fue, en la realidad, desde su cristianismo esencial -la fe es verdad definitiva y no mera opinión, como aquí se presenta-, el gran impulsor de ciertos aspectos capitales en el progreso de la dignificación de la persona humana, en especial, el valor de lo femenino que aquí ni siquiera se menciona. Algunas veces el presente traiciona al autor y nos menciona una cosecha de maíz en Aquitania, que tardaría más de quinientos años en poder producirse, o cuando manifiesta unas dudas entre los templarios, que vivían en el muro de abajo del Templo, que son fruto de las acusaciones mendaces que sobre ellos, posteriormente, se vertieron.
La novela puede inducir a error en la valoración histórica sobre todo por su pesimismo que se traduce en tres aspectos esenciales. El primero, la abstracción silenciosa acerca de lo que el cristianismo estaba significando en la construcción de Europa, que, precisamente en estos años, superadas las deficiencias radicales de las invasiones, da el salto prodigioso adelante y construye la primera forma de pensamiento que conduce a la ciencia moderna. El enfrentamiento con Pedro Abelardo no es una anécdota personal. ¿Por qué no se recuerda que fue precisamente Bernardo quien acompañó al desconcertado maestro parisino en sus últimas horas, asegurándole su profunda caridad cristiana? Estaba en juego nada menos que el reconocimiento del verdadero papel de la razón, aquella misma que, al desmesurarse tras el sic et non, acabó creando los monstruos que luego conoceríamos.
El segundo de estos aspectos se refiere al sentido profundo de la religiosidad aportado por Claraval, esa vuelta al mundo para dignificar también las operaciones humanas. Falta la alusión al «espíritu de la caballería», de donde nacieron las leyes para humanizar en lo posible la guerra, leyes que hoy tendemos a olvidar, pero que distinguieron a Europa durante siglos. La segunda cruzada se presenta como un mero acto ciego y no como lo que fue, defensa de la Cristiandad en lo que tenía de más esencial, las dimensiones mediterráneas.
En tercer lugar, está el profundo pesimismo social que penetra a través de estas páginas. Se me dirá que, en efecto, esa es la tónica general en las narraciones contemporáneas acerca de la Edad Media. El propio autor nos da la clave cuando afirma que su novela, aunque situada «aparentemente» en la Edad Media, no pretende otra cosa que explicar un «problema actual». Probablemente en eso tiene razón. Nosotros sí vivimos encerrados en la trampa de buscar la cuadratura del círculo.
Luis Suárez Fernándezde la R.Academia de la HistoriaCatedrático emérito de Historia Medieval