Esta obra fue escrita en torno al debate social que concluyó con la Mental Deficienty Act inglesa de 1913, por la que se promovía la eugenesia para los deficientes mentales. Chesterton se opone a tal ley. Ante un estado que se entromete en cuestiones personales íntimas, el autor considera que “hasta ahora, la humanidad ha atribuido tanta importancia al vínculo sagrado entre el hombre y la mujer, ha considerado tan imprevisible el efecto de ese vínculo sobre los hijos, que siempre valoró más el respeto por el honor que la prudencia”. El Estado se arrogaba unas competencias carentes de límites en una especie de ingeniería social, donde el concepto de “debilidad mental” era tan etéreo como arbitrariamente arrojadizo, “tan extensible como el pecado original”. Fue posteriormente utilizado y radicalizado en los procedimientos nazis.
Por otra parte “el mal moderno gravita principalmente alrededor de la idea de que la gente no advierte que la excepción confirma la regla”. Detectar a los posibles transmisores de taras, para recluirlos e impedirles procrear, configura un estado policial: “ser demente no es ser delincuente”; considerar al posible enfermo culpable es demencial. Frente a la mentalidad que favorece la eutanasia, la profesión sanitaria tiene que defender la vida, no sólo la del más fuerte. “llamamos al médico para que nos salve de la muerte…Pero no tiene derecho a administrarnos la muerte como panacea de todos los males humanos. Carece de autoridad para aplicar un nuevo concepto de felicidad, y tampoco la tiene para aplicar un nuevo concepto de cordura”. Si un gobierno se embarca en el empeño de marginar a los más débiles, se olvida de que “en lo que se refiere a los derechos fundamentales, sólo Dios puede estar por encima del hombre”.
Lo más duro del diagnóstico quizá está en que entre los “débiles mentales” se engloban a obreros desarraigados y vagabundos sin tierra y sin libertad. El capitalismo industrial se aprovechaba del pobre y el pobre se ha debilitado cada vez más como herramienta de trabajo, malviviendo con “salarios de hambre”, según el autor. El capitalismo salvaje en vez de ayudar a las familias decidió controlar a la población. Esta situación es endémica porque “no se trata simplemente de nuestra incapacidad mental para comprender el error cometido. Se trata también de nuestra negativa espiritual a reconocer que hemos cometido un error”.
Por este motivo se considera que “la vida y el sexo deben ajustarse a las leyes propias de los negocios o del industrialismo, y no a la inversa”. Al eugenista no se le necesita para los ricos sino “para asegurar el dominio de las clases gobernantes sobre la ingobernable producción de los pobres”. Este pesimismo sobre la humanidad, tan provechoso para los adinerados, encontró su vitola “científica” en las leyes demográficas de Malthus, bochornosamente erróneas.
Se ha producido un eclipse de la libertad, no solo en el capitalismo industrial sino también en el socialismo, cuyo estado “es similar a una cárcel” para Chesterton. Un socialismo que intentó suprimir la propiedad privada, que tanto ha sido defendida por el cristianismo.