Vuelve a aparecer, en otra editorial, este libro de 1999 del periodista Manuel Leguineche, fallecido en 2014. Escrito a la manera de un diario, aunque sin fecha y de forma discontinua, contiene retazos de las esporádicas estancias del autor en su casa cerca de Cañizar (Guadalajara). Ofrece así la crónica de un lugar donde Leguineche, más que huir del mundanal ruido, sale al encuentro de la novedad en la vida cotidiana rural.
Quien disfrute, pues, con el campo tiene ya una buena razón para leer este libro: las descripciones de paisajes, las referencias a animales (especialmente perros y aves), árboles, pastores, cazadores y demás son constantes y, sobre todo, entrañables.
Otra buena razón podría ser la riqueza de un castellano que, como ocurre en otras ocasiones, puesto en contacto con la cultura rural, da lo mejor de sí. Aviso para la mayoría de los lectores urbanos: tendrán que acudir al diccionario, ya que a veces Leguineche se explaya con nombres, adjetivos y verbos que hoy, salvo en el campo, son desconocidos. Con todo, lo mejor de este diario es el profundo sentido de la amistad que lo empapa. Y es que, más que la tierra, son esas personas de Cañizar y otras, en su mayoría –y por decirlo así– “poco importantes”, las que tejen las páginas: Julia (sobre todo ella), Epi, Fermín, Félix, Virgilio, Anselmo, Luisa, solteros de pueblo, mujeres buenas, amantes de los galgos, médicos rurales y otros muchos son quienes nos hablan de su vida y sus cosas desde el bar (mucho bar), la partida de mus (no podía ser menos), en una comida (generalmente pantagruélica), una celebración familiar, una fiesta y en otros muchos raticos que construyen la felicidad posible. El libro también incluye las reflexiones personales del autor al pairo de una conversación, una noticia, una persona.
Quienes ya han leído u oído a Manuel Leguineche periodista, viajero y escritor saben que su mirada, y por tanto su palabra, carecen de esas enfermedades, frecuentes en ciertos círculos, del cinismo-escepticismo, del simple “estar de vuelta” o mirarse el ombligo. Aquí no podía ser menos. Vividor, afable, consciente y, también, melancólico a ratos, Leguineche sabe contar lo propio y lo ajeno –también alguna anécdota subida de tono– sin hablar mal de nadie, con sencillez y sentido del humor, con esa actitud que algunos llaman humanidad. Quizás hace falta cumplir años y acumular experiencia para que, sin perder garra, uno sepa ver y escribir así.
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Una reseña de la primera edición de este libro (Alfaguara, 1999), se publicó en Aceprensa, 29-09-1999. Esta es una versión actualizada.