Desde La guerra del fin del mundo, Mario Vargas Llosa no había publicado una novela tan ambiciosa como esta. Desde entonces han pasado diecinueve años en los que la producción del peruano ha seguido un rumbo más bien irregular, desde los experimentos fallidos de El hablador a las divagaciones eróticas de Los cuadernos de don Rigoberto. Mucho mejor es sin duda alguna esta novela histórica sobre una figura tan poderosa como el dictador dominicano Leónidas Trujillo.
En realidad, para los fieles seguidores de Vargas Llosa, para esos que se han tenido que tragar unos cuantos libros indigestos por culpa de la admiración contraída hacia otros excepcionales, no hay casi nada nuevo en esta obra. Por un lado, una exhaustiva y flaubertiana documentación, de la que se hace gala sin cansar al lector en ningún momento; por otra parte, la reelaboración de géneros populares como el culebrón o el melodrama, visible sobre todo en la truculenta historia de Urania, la mujer que regresa a Santo Domingo, después de muchos años, para borrar los fantasmas de su pasado. Al igual que sucede en sus mejores novelas, Vargas Llosa explota el carácter sorprendente de los folletines sin caer en el sentimentalismo. Su voluntaria neutralidad, su impasibilidad pasmosa al contar los acontecimientos más terribles, dota al relato de un sabor singular.
El deseo de atraer mediante una trama rigurosa y sorprendente justifica una estructura novelesca basada en tres historias paralelas que, poco a poco, acaban por fundirse. El anunciado asesinato de Trujillo, narrado con un ritmo frenético, se sitúa en el centro de la novela y, a partir de él, el relato crece y mejora. Justo es decir que no solo Trujillo se gana la atención del lector. A partir de la muerte del dictador («el chivo», un personaje casi diabólico), se yergue poco a poco la figura sosegada y fría del hábil doctor Balaguer, sempiterno presidente de la República Dominicana después de Trujillo. En él Vargas Llosa quiere retratar a su modelo de político, aquel que vence, desde la inteligencia y el pensamiento liberal, a la barbarie representada por los mediocres familiares de Trujillo.
Las fronteras entre el bien y el mal se difuminaban bastante en las primeras grandes novelas del autor: La ciudad y los perros, La casa verde o Conversación en la catedral. Quizá esta sea una de las diferencias menos evidentes con respecto a La fiesta del chivo. El catálogo de atrocidades del régimen trujillista no es, desde luego, tranquilizador, pero esta novela no presenta tantos titubeos en la valoración moral de la realidad. Trujillo puede aparecer medianamente simpático en algún instante, pero se trata tan solo de un espejismo, como se puede comprobar con el derrumbe final de la novela. Vargas Llosa parece, en este sentido, haberse apuntado al carro de las actuales interpretaciones novelescas sobre Hispanoamérica, menos complejas que las de los escritores de su generación. También parece haberse unido a ciertos vientos político-comerciales. Significativamente, la conclusión sugiere un suave y velado mensaje feminista por medio de esa complicidad entre mujeres que encuentra Urania en sus parientes dominicanas…
Pero todo esto no le quita méritos a la novela. Menos provocadora y experimental que las obras de su primera época, más amena y atrapante que La guerra del fin del mundo, esta última novela devuelve al lector el mejor Vargas Llosa.