Ariel. Barcelona (1995). 158 págs. 1.400 ptas.
Presentar la filosofía como una de las bellas artes parece un empeño difícil y audaz. Según los criterios en uso, ambas disciplinas se oponen como lo general a lo particular, lo objetivo a lo subjetivo, lo farragoso a lo bello. En algunos ambientes académicos, esta clasificación de la filosofía entre las artes provocará un sentimiento de amenaza contra la categoría intelectual y científica de su trabajo, pues parece sugerir que hacer filosofía dista poco de escribir ensayos floridos y mantener agudas disputas dialécticas. ¿Dónde ha quedado el esfuerzo racionalista por construir un pensamiento fundado sobre verdades claras y distintas? ¿Acaso ha prescrito el proyecto ilustrado de establecer con precisión las bases epistemológicas de nuestros conocimientos? ¿Debemos renunciar al propósito de convertir a la filosofía en una «ciencia estricta» (Husserl)?
Frente a estas posibles objeciones, Daniel Innerarity afronta brillantemente la tarea de definir a la filosofía como una de las bellas artes. Con esta definición quiere expresar, en primer lugar su rechazo a una dicotomía muy extendida: la que opone lo interesante -aquello que aporta sentido a la propia vida- a lo científico, es decir, lo riguroso y exacto. «La filosofía -dice Innerarity- puede hacerlo con mayor o menor fortuna, pero aspira a reunir gozo y seriedad, rigor y comprensibilidad, vida y reflexión, fundamento y valoración. No se resigna a tener que elegir entre la verdad abstracta o la vida irresponsable».
Estas consideraciones descubren el verdadero alcance de la tesis de Innerarity. Con su libro no pretende ofrecer unos consejos a quienes aspiran a exponer su pensamiento filosófico de una manera digerible. No estamos ante una operación cosmética para maquillar del mejor modo posible a un personaje que, en sí mismo, resulta poco atractivo. Lo que defiende este libro es la condición artística de la propia filosofía. Pero cabría preguntar: ¿qué tienen en común la filosofía y el arte? A juicio de Innerarity, ambas son cultivos de atención hacia la realidad. Por eso, la filosofía puede ser considerada una de las bellas artes «en la medida en que coopera con ellas en la ampliación y concentración de nuestro sentido de la realidad». Ambas, en efecto, descubren que lo real no se revela sólo por medio de una descripción fría e impersonal, sino que es también susceptible de ser narrada por un sujeto. «Reconocer que existe una dimensión cognoscitiva en el arte y una dimensión artística en la filosofía se presenta como la única manera de superar la estéril contraposición entre el discurso de la verdad objetiva y el de la ficción fantasiosa».
A estas alturas de la exposición de la propuesta de Inneratity, algún lector podría pensar que una filosofía así entendida no aspira realmente al conocimiento de la verdad, que se reduce a un ejercicio subjetivista y que renuncia a su condición de ciencia en el sentido más amplio de la palabra. Esta impresión errónea se desvanece ante una lectura más atenta. El autor parte, como es lógico, de que la filosofía es un saber relativo (es decir, no absoluto). Por tanto, acoge la pluralidad. Pero el acceso plural a la realidad no significa que se admita la coexistencia de multitud de sentidos, incluso contradictorios, en situación de igualdad por el simple hecho de haber sido expresados. La renuncia al saber absoluto es compatible con el paso de una opinión a otra mejor fundada, la adquisición de mejores argumentos, la descripción más precisa de problemas que habían sido torpemente formulados. De hecho, algunas de las páginas más brillantes del libro se dedican a la crítica de lo que el autor denomina «la apoteosis del plural», esa situación de indiferencia y de falta de criterio que parece imponerse como norma única de todo debate intelectual. «El escepticismo -afirma el autor en estas páginas- es un modo de sustraerse a la controversia renunciando a la búsqueda de la verdad. La filosofía es lo contrario de esta resignación».
La filosofía como arte busca la verdad no en el consenso que suprime las diferencias, sino a través de un desacuerdo productivo. Esta búsqueda supone dejar de lado la indeterminación e indagar las condiciones de la elección racional, por medio de criterios de discriminación y preferencia. Quizá no se alcancen muchos conocimientos definitivos, pero tampoco cabe conformarse con intuiciones efímeras.
Defensa de la pluralidad sin apoteosis del pluralismo; reivindicación de la subjetividad sin la indiferencia del subjetivismo; aceptación de la relatividad de nuestros conocimientos, sin conformarse con un pacífico relativismo. Este es el equilibrio en el que Innerarity invita a buscar la verdad; un equilibrio que se aproxima más a la creación del artista que a la investigación impersonal de un equipo científico; un equilibrio, en fin, en el que unos se sentirán más cómodos que otros, pero que en todo caso supone una propuesta original y sugestiva.
El principal mérito del libro consiste en haber realizado lo mismo que propone. Lejos de escribir uno de tantos diagnósticos, seguidos de una serie de recomendaciones -la clásica receta: «lo que hay que hacer es…»-, Innerarity lleva a la práctica sus propias propuestas: expresa bellamente la idea de que la filosofía tiene una dimensión artística; hace sonreír cuando describe el carácter cómico de la razón; compone un interesante relato cuando explica que la razón también se manifiesta a través de la narración… Es discutible que la filosofía se puede considerar como una de las bellas artes, pero está claro que este libro de filosofía es una pequeña obra de arte.
José Aguilar