Publica Francisco Caudet en Cátedra una completísima edición de La forja de un rebelde, la trilogía que Arturo Barea (1897-1957) publicó entre 1941 y 1944, en inglés y en Inglaterra, adonde se exilió después de la Guerra Civil española. Es uno de los mejores testimonios de la vida en España durante el primer tercio del siglo XX.
El libro no tiene una estructura propiamente de novela, pues está escrito como las memorias del autor a lo largo de un periodo clave de la historia de España: los primeros años del siglo, la traumática guerra de Marruecos, la radicalización de la vida política y, por último, el hachazo de la Guerra Civil. Aunque hay ficción en lo narrado, la mayoría de lo que se cuenta son las experiencias personales del propio Arturo Barea.
Especialmente interesante, de gran calidad literaria y menos polémica, es la primera novela de la trilogía, La forja, excelente recreación de la infancia del autor en Madrid. En páginas de gran calidad y llenas de nostalgia, Barea habla del Rastro, de los juegos de niños, las vacaciones en el pueblo, el ambiente escolar (criticado con dureza por el autor). La descripción de la casa de vecinos donde vive la madre recuerda las novelas de Galdós o Baroja. A la vez, junto con el toque costumbrista, también son eficaces las referencias familiares, el íntimo y desgarrado trato que tiene con su madre y su progresivo alejamiento de la vida religiosa. Cuando se abordan asuntos polémicos, como la situación de la vida política en aquellos años o la presencia de los religiosos en la enseñanza, el autor remarca su ideología socialista desde su posición de militante de la UGT.
La ruta es la segunda novela de la trilogía. Y al igual que ya habían hecho otros escritores (como Jesús Díaz Fernández en El blocao, y Ramón J. Sender en Imán), recrea Barea su estancia en Marruecos, donde realizó el servicio militar. A las peripecias personales del narrador se suman las constantes críticas a los militares y al desarrollo de los acontecimientos bélicos.
La tercera parte, La llama, está dedicada casi íntegramente a la Guerra Civil en Madrid, y contiene un testimonio vivísimo del desarrollo de la contienda desde una posición privilegiada, pues Barea colaboró con el gobierno republicano como censor de las noticias que enviaban los corresponsales de prensa extranjeros, cometido que desempeñó hasta bien avanzada la guerra. Lo ejercía en el edificio de la Telefónica, donde conoció a la que sería su segunda mujer, la socialista austriaca Ilsa Barea-Kulcsar, autora de otra novela autobiográfica, Telefónica (Hoja de Lata), que también recrea aquellos momentos.