El escritor y periodista angloamericano Alex Perry ha atravesado África de punta a punta, pero no en modo safari o saltando de resort en resort. En su búsqueda del con tinente real no ha dado rodeos escrupulosos: lo mismo ha respirado la atmósfera de un hospital somalí transformado en moridero de desplazados de guerra, que ha descendido a la cripta de una iglesia en una aldea perdida de Ruanda y ha intentado contar los cráneos de los asesinados solo allí durante la orgía de sangre de 1994. Había 50.000, y se le hizo difícil respirar…
En su obra La gran grieta no hay, paradójicamente, demasiados indicios de un “despertar”. Abundan, por el contrario, las evidencias de que el letargo sigue, y Perry trata de afincarse en la Historia para hallar explicaciones. Ha podido palpar el desastre que dejó tras de sí la colonización europea con su arbitrario trazado territorial, a lápiz y regla, que no respetó las peculiaridades culturales ni la organización social de los pueblos nativos. Porque África, nos recuerda, no es un monolito –“los africanos constituyen la raza más diversa de la tierra, se mida por el ADN o por los lenguajes, de los que hay 2.110 en el continente”–, y porque, según explica, más que no hallar civilización en su inmensa geografía, lo que sucedió fue que los europeos no supieron reconocerla.
Como todo el mundo piensa tener la solución para una tierra que va en el furgón de cola del desarrollo y en la locomotora de las guerras más sangrientas, el autor quiere que sean los africanos quienes hablen. Que opinen, por ejemplo, sobre el papel de las fuerzas de paz de la ONU en sitios como el Congo, donde están instaladas en pulcros campamentos con aire acondicionado.
En sus andanzas por el continente, el periodista tiene tiempo para acercarse a los habitantes del vecindario sudafricano Itipini, que viven asfixiados por la miseria. O para perseguir al dictador de Zimbabue, Robert Mugabe, por los mítines en que habla de las glorias pasadas a una multitud adormecida por el hambre y por su retórica cansina (Perry se “gana” además unos cuantos días en una cárcel de ese país). Bastante más al norte, en Nigeria, se interesa por el fuego que da calor a Boko Haram, y encuentra un panorama de miseria y abandono que no cuadra con los altisonantes titulares sobre el pujante crecimiento económico del país. También viaja por Guinea Bissau y Kenya.
Si algo no falta son historias, y Perry tiene arte para contarlas. Otro asunto es cuando, intentando ofrecer las claves de todo, se refugia en tópicos sin demasiado fundamento o harto repetidos por la corrección política, como que, por “codicia”, la Iglesia “animó” a los “mercenarios” cruzados a luchar contra los musulmanes y “perdonó” cualquier acto de pillaje. La Historia, con mayúsculas, tiene un menú de versiones al gusto de la subjetividad personal, y en algunos pasajes del libro se nota que el autor no se ha complicado mucho para hallar la suya.
Mejor quedarse con el periodista, con el narrador de anécdotas, con el osado entrevistador. En esto, no hay dudas, Perry se lleva un diez.