Ninguno de los anteriores libros de Francis Fukuyama (El fin de la historia y Confianza) ha dejado indiferente a la opinión pública, y este último no es una excepción. Sostiene aquí el autor que la llegada de la era postindustrial, que tiene por eje la información y el conocimiento, ha ido unida a un empobrecimiento del capital social. Por este entiende «un conjunto de valores o normas informales compartidos entre los miembros de un grupo, que permiten la cooperación entre los mismos». En definitiva, «el lubricante que hace que cualquier grupo u organización funcione de forma más eficiente».
Medir el capital social no es sencillo. Fukuyama propone tres tipos de índices: datos sobre la delincuencia; datos sobre las familias (fecundidad, matrimonio, divorcios e ilegitimidad); y datos sobre la confianza, los valores y la sociedad civil. El balance no es nada alentador, ya que hasta finales de los 80 las estadísticas arrojaban un incremento notable de la delincuencia, de las rupturas familiares, de los divorcios, de los hijos nacidos fuera del matrimonio y de la desconfianza en la sociedad civil.
Como otros muchos, Fukuyama ve en la familia una fuente privilegiada en la generación y transmisión de capital social. Sus rupturas y disfunciones restan ese capital, y la extensión de la cohabitación es una ellas. Pese a los negativos indicadores que se registran desde los años 60, el proceso de disolución parece detenerse en los 90, y se empiezan a ver síntomas de reconstrucción social gracias a una constante bio-sociológica: «El ser humano es, por naturaleza, una criatura social con ciertas habilidades innatas que le capacitan para resolver los problemas de cooperación social e inventar normas morales que limiten la opción individual. Sin que se le insista en ello, el hombre creará orden en forma espontánea, simplemente a través de la persecución de sus objetivos individuales y de su interacción con los demás». La biología nos hablaría de la naturaleza cooperativa y gregaria del ser humano; la sociología y la economía nos darían la clave de la producción racional y cultural de las normas de convivencia.
Fukuyama entiende así que la reconstrucción social es fruto de un esfuerzo en el que intervienen el Estado, la sociedad civil, la religión y la naturaleza humana. Cuando se mantiene en la sociología y en la economía (sobre todo, en la teoría de juegos), el autor saca interpretaciones ingeniosas y útiles, muchas de ellas a contracorriente de ciertas visiones disolventes al uso. En cambio, su análisis sobre la genealogía de la moral es superficial y tiene que dar saltos mortales para pasar de un orden epistemológico a otro: la sola biología no basta para sustentar el concepto de naturaleza humana, ni las estadísticas nos dicen todo de la religión. De ahí que también sea insuficiente el apartado que dedica al origen de las normas. Se echa en falta un soporte filosófico y jurídico más serio.
Observador agudo, Fukuyama advierte síntomas de restauración del capital social en Occidente y señala tendencias en esos procesos de recuperación. Me parece, sin embargo, que el acento está puesto demasiado en la «tendencia», en detrimento de la fuerza de las acciones libres de los seres humanos. El final del libro no logra mantener la agudeza de la primera parte, que se caracteriza por un diagnóstico claro y de trazos firmes. Sus proyecciones son lánguidas y sin viveza, aun cuando el autor mire con esperanza el futuro.