En la abundante bibliografía sobre la Guerra Civil española del pasado siglo (hubo otras cinco en el XIX), la última obra de Stanley Payne supone una aportación de especial interés. El historiador norteamericano escribió antes una docena de libros sobre la II República española, la Guerra Civil y los dos bandos. En este vierte las conclusiones de muchos años de estudio en un relato condensado, que es principalmente una historia política de la contienda. Presenta una interpretación bien fundada y ayuda a entender qué pasó y por qué. Parte de los datos pero se eleva con soltura a la visión de conjunto.
Payne subraya primero que aquella guerra fue uno de varios conflictos revolucionarios que estallaron en Europa en la primera mitad del siglo. Por su magnitud tiene mayor afinidad con los de Finlandia y Rusia en 1918. También guarda semejanzas con los de Hungría, Letonia o Yugoslavia en el final y en la resaca de la Gran Guerra. En todos combatieron contrincantes absolutamente opuestos por sus programas sociales, económicos y culturales, y aun sus ideas de la vida. Por eso fueron particularmente crueles, con recurso al terror por ambos bandos.
Una peculiaridad de la guerra española consiste en que no fue provocada ni ocasionada por un conflicto internacional. Se gestó durante años por una rivalidad ideológica creciente que acabó en una revolución y la respuesta contrarrevolucionaria. Frente a los partidarios del bando perdedor, que presentan la sublevación de 1936 como un golpe militar contra el poder legítimo, Payne muestra que, con la llegada del Frente Popular al gobierno, la II República dejó de ser democrática. La alianza izquierdista se propuso mantener por un tiempo el decorado parlamentario mientras iba instaurando un régimen del que quedaría totalmente excluida la derecha. La reacción del ejército era previsible, y los frentepopulistas más radicales, incluido el primer ministro Casares Quiroga, la provocaban y deseaban, por creer que sería rápidamente sofocada y daría pretexto para implantar más pronto el Estado revolucionario.
La guerra del 36 también se distingue por el factor religioso, que la definió “hasta extremos nunca vistos en ninguna otra guerra civil revolucionaria”. La violencia antirreligiosa fue en España asimismo inusitada, y a este respecto Payne da otro mentís a las apologías izquierdistas, que se limitan a repetir los argumentos de los anticlericales. La Iglesia no actuó de forma provocadora, ni ejercía un poder tiránico, ni ostentaba un dominio económico que asfixiaba al proletariado. El origen de la matanza fue el odio, alimentado durante décadas, por parte de quienes identificaban a la Iglesia con el orden que pretendían derribar.
Payne no calla los crímenes del bando franquista. Pero la propaganda de derechas es hoy un obstáculo menor para la objetividad. Tal vez porque a la historia le gustan los perdedores, como dice él mismo, la mitología izquierdista ha resultado en este caso más persistente. Payne no necesita hacerse el simpático ante nadie y dice lo que ha visto en los hechos.