Víctor Manuel Arbeloa no es un recién llegado al estudio de las relaciones entre Iglesia y Estado durante la II República. Este sacerdote navarro, nacido en 1936 y licenciado en Filosofía y Letras, fue, más bien, uno de los pioneros. Entre 1971 y 1991, suya y de Miquel Batllori fue la esmerada edición documental de los papeles del archivo del cardenal Vidal i Barraquer comprendidos entre abril de 1931 y julio de 1936, titulada Arxiu Vidal i Barraquer: Església i Estat durant la Segona República Espanyola, 1931-1936. Durante décadas, esos siete volúmenes han sido un paso obligado para quienes hemos historiado por oficio alguna de las muchas facetas de esas complejas relaciones, y también para quienes se han acercado por gusto directamente a las fuentes, eclesiásticas en este caso.
La apertura a los investigadores de los Archivos Vaticanos sobre el pontificado de Pío XI (1922-1939) en septiembre de 2006 relega esta edición documental a un lugar secundario y complementario. Y, además, impulsa a peregrinar hasta Roma para consultar la documentación que completa y matiza mucho de lo que ya sabemos sobre la postura conciliatoria del Vaticano en aquellos años cruciales.
Con La Iglesia que buscó la concordia Arbeloa ofrece para el gran público una síntesis divulgativa de la edición documental del Arxiu. Desde este punto de vista, no deben buscarse revelaciones sorprendentes, ni tampoco enfoques nuevos. Su mérito es desbrozar el ingente material del Arxiu para subrayar las líneas básicas de la actitud y de la acción pacificadoras de la jerarquía católica española ante la República, su Constitución, la legislación anticlerical, las negociaciones para firmar un modus vivendi durante el bienio radical-cedista, y la movilización política y apostólica de los católicos para defender a la Iglesia a través de la CEDA y la Acción Católica.
El cuadro lo completan cien páginas de apéndices: la Declaración Colectiva del Episcopado con motivo de la Constitución de 1931, el texto de la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas promulgada en junio de 1933 y la Declaración del Episcopado con motivo de esta ley, más una breve síntesis de la historia de la II República.
El arzobispo de Tarragona Francesç Vidal i Barraquer fue el prelado al que Roma confió buscar la concordia, tras la expulsión de España de Pedro Segura en junio de 1931 y su remoción de la sede primada de Toledo en septiembre de ese año. La tarea conciliatoria que asumió el arzobispo catalán tuvo no poco de ilusiones, expectativas y promesas, pero más de conflictos, dificultades, incomprensiones, frenos y zancadillas. El fracaso de su gestión como saldo final llevó a que en la primavera del 36 Roma le sustituyese por el cardenal Gomá como nuevo mediador de los obispos con el Gobierno.
Arbeloa no da por supuesto la postura moderada de la jerarquía católica, sino que la documenta. No ofrece una hipótesis o una simple especulación, sino una realidad suficientemente probada, que pesa por sí misma. Así que su libro es útil para acreditar los deseos y las actividades en pro de la armonía y la paz de la jerarquía católica, romana y española. Y, por contraste, resulta provechoso también ante la actividad antirrepublicana de algunos católicos españoles, que de todo hubo.
La realidad española de los años 30 es muy compleja. Y debemos tener el valor y la generosidad de querer comprender y admitir sus muchos matices. En estos tiempos que corren, los españoles, afines o críticos a la Iglesia católica, deberíamos dejar de exigirnos mutuamente responsabilidades por las querellas de nuestro pasado común, y admitir los aciertos y errores cometidos en nombre de la defensa de una fe, o de una cultura, sea católica, sea laicista.