Tusquets. Barcelona (2000). 199 págs. 2.000 ptas. Traducción: Beatriz de Moura.
Apartir de La lentitud (1995), Milan Kundera escribe directamente en francés, y en los últimos tiempos se concede el capricho de publicar la primera edición de sus novelas en una lengua contigua; en el caso de La ignorancia, en castellano. La nueva novela es quizá la más autobiográfica, porque afronta el problema que afecta de cerca a Kundera: ahora que el comunismo ha caído, ¿por qué no vuelve a Praga, en vez de prolongar el exilio en París, donde vive desde 1975?
La respuesta, indirecta, llega a través de la peripecia de dos personajes. Irena abandonó su Bohemia natal con el marido, que murió poco tiempo después, dejándola sola en París con dos hijas. Ahora que las hijas han crecido, ha emprendido una nueva vida con Gustaf, un afable sueco que ha abierto una delegación de su empresa en Praga, creyendo que esto agrada a su mujer. Irena ha amado siempre Praga. Al regresar a la ciudad, vuelve a encontrar intacta la belleza del paisaje esculpido en su mente, pero ahora su vida está en París: veinte años de alejamiento son demasiados.
También Josef, que dejó en Praga a la mujer de la que se había divorciado, vive ahora en Dinamarca, donde se había vuelto a casar con una danesa. Y para obedecer a una sugerencia de su segunda mujer, ahora muerta, viaja a los lugares de su infancia. Todo es igual y todo es diferente, porque su mujer ya no lo vive con él.
Al partir de París, Irena había creído reconocer en Josef a un viejo amigo que la había cortejado de joven; Josef, que no recuerda nada, para no desilusionarla ha aceptado verla en Praga. En el fortuito encuentro con Josef, Irena piensa poder reanudar el gran amor, la pasión, ahora que la tranquila relación con Gustaf se desliza hacia el aburrimiento.
También en la novela encontramos los temas familiares de Kundera, no como repetición, sino como sello de un estilo. Sobre todo, el problema de la identidad: no conocemos a las personas que creemos conocer y no nos conocemos a nosotros mismos, porque la memoria es selectiva y nuestros recuerdos no coinciden con los de los otros, y no pueden ser verificados. Esta es la ignorancia, el no saber los unos de los otros, con la complicidad del olvido.
Es un mundo amargo el de Kundera: es el mundo trágico de quien no se plantea el problema de Dios y por lo tanto se encuentra sin respuestas. Sobre el sexo (del que no faltan tampoco en esta novela descripciones entomológicas) Kundera tiene una concepción casi maniquea, considerándolo antitético del amor: el amor verdadero es el de Josef por la esposa muerta, mientras que Irena, tras una noche de pasión con Josef en el hotel, advertirá que para él sigue siendo una desconocida. Y precisamente Milada, la mujer sin un amor, será el personaje más digno y equilibrado.
Una vez más, con gran maestría, Kundera cumple, aunque sea al revés, la función más propia de la literatura: representar la complejidad de los sentimientos. Aquí el protagonista es la nostalgia, en un recorrido inverso al de Ulises: «Homero glorificó la nostalgia con una corona de laurel y estableció así una jerarquía de los sentimientos. En esta, Penélope ocupa un lugar más alto, muy alto, muy por encima de Calipso. ¡Calipso, ah, Calipso! Pienso muchas veces en ella. Amó a Ulises. Vivieron juntos durante siete años. No sabemos cuánto tiempo compartió Ulises su lecho con Penélope, pero seguramente no fue tanto. Aun así, se suele exaltar el dolor de Penélope y menospreciar el llanto de Calipso».
Así pues, Kundera no retorna a Ítaca, y no porque no la ame.
Cesare Cavalleri