Un empresario catalán, hastiado de las dificultades por las que atraviesa el negocio familiar, abandona todo y se instala en Venecia. Poco a poco se enamora de esa ciudad, y de una joven a la que conoce casualmente. La isla inaudita resulta ser así la mezcla de una evocación entre lírica y fantástica, y de una narración novelística más o menos inconexa que no acaba de resultar bien lograda.
Eso sucede, a pesar de la experiencia de su autor, Eduardo Mendoza, y del evidente cuidado que ha puesto en su elaboración, por exceso de barroquismo formal y falta de elaboración interna. Lo que no es sino una vulgar relación adúltera, tratada con todos los adornos propios del romanticismo posmoderno, se implica, sin motivos aparentes, con una serie de ataques irónicos y mordaces a la fe católica. En algún caso, los dardos están disfrazados de antiguas supersticiones o de viejas querellas; en otros, son insinuaciones veladas, quizá difíciles de captar, pero de intencionalidad muy insidiosa.