Tusquets. Barcelona (1993). 288 págs. 2.400 ptas.
El lector que haya seguido la obra de Lenz (ver servicio 154/92) advertirá que en La prueba acústica usa la misma perspectiva de narración que en Lección de alemán y Campo de maniobras: en ambas novelas, el narrador -a la vez, uno de los protagonistas de la historia- es un disminuido mental; de ese modo, la descripción de los sucesos y personas queda velada y distorsionada.
En este caso, no es que Jan Bode, el narrador, sea un deficiente, pero sí un joven ingenuo y sencillote, al que su madre llama gordito, al que las compañeras de trabajo no toman en serio, sobre quien en casa recaen todos los encargos… Es decir, otra vez la perspectiva expuesta por un ser humano que despierta la compasión. Supongo.
Creo que cualquier lector puede sentirse cautivado por las tan reales y cercanas personas que en la novela se presentan, por su peripecia familiar, sentimental, por sus anhelos. Está todo bien trabado, dosificado; con la pericia y profesionalidad de un autor que pone en juego aquí sus mejores trucos creativos, y alcanza una genial eficacia.
Desde una mayor exigencia crítica, cabría quejarse ante el mundo tan cerrado y triste que presenta Lenz, porque lo cierra él, lo entristece él. No hay apertura trascendente, lo que hay es una ausencia; se le escapan dos comentarios que denotan su ignorancia religiosa. Además, se cansa de mantener la ingenuidad de Jan Bode y en las páginas finales cambia malamente: el que habla y expone ideas sobre la vida y el hombre también es Lenz.
De cuando en cuando, el escritor Lenz da a la historia una lejanía nostálgica, haciendo que el narrador se lamente (normalmente con un inicial Ay) de que todo lo que está contando-viviendo ya ha sido, se ha ido… Este clima melancólico, y de amenazador declinar y morir, está dado con la presencia (real y simbólica) de la piedra, de bloques de piedra del taller de un escultor, que aun en su aparente y sólida perennidad, se desmenuzan, enferman, se convierten en polvo.
Lenz juega sucio con el corazoncito del lector. Por eso, un poco de jolgorio no viene mal después de leerle.
Pedro Antonio Urbina