Tras el éxito –en ventas– de sus anteriores novelas, La catedral del mar y La mano de Fátima, Ildefonso Falcones sigue avanzando en la cronología de la historia de España y sitúa La reina descalza en el ecuador del siglo XVIII.
Las protagonistas son Caridad, alias Cachita, una negra que, tras obtener su libertad en La Habana, recala en Sevilla y sobrevive como puede, y Milagros Carmona, una joven gitana del barrio de Triana que durante un tiempo se convierte en su protectora.
La novela pretende ser una reflexión sobre la libertad –encarnada en el pueblo gitano, al que “nada ni nadie ata”– y los sacrificios que conlleva. Todo, en un contexto histórico muy preciso: la Gran Redada, urdida por el marqués de la Ensenada contra este pueblo en 1749, y sus consecuencias más inmediatas.
La fórmula no admite ingredientes nuevos, lo que tiene sus pros y sus contras. El lector más tradicional agradecerá la disciplinada enumeración de aventuras paralelas (unas más interesantes que otras), encuentros y desencuentros, abusos y venganzas, y, cómo no, amores imposibles (aquí, los Vega y los García); pero sospechamos que a otros les decepcionará, precisamente, el carácter intercambiable de todas estas peripecias, que valen para cualquier novela.
Falcones cuida la documentación y describe con verosimilitud los caminos y las ciudades, los coliseos y las cárceles; si bien, en ocasiones, incurre en cierta prolijidad, una tacha común a no pocos especialistas del género, gracias a la cual sabemos, por ejemplo, que Málaga fue fundada por los fenicios en el siglo VIII antes de Cristo. Por lo demás, un estilo eficaz y homogéneo guía la trama y esquiva, en la medida de sus posibilidades, a los ineludibles “dioses de la máquina”.
A lo largo de más de setecientas páginas, Caridad y Milagros sufren, juntas o por separado, los mayores infortunios, que sirven a su autor para denunciar la situación de las mujeres en su época –víctimas de una sociedad y unas instituciones, más que machistas, criminales– y a nosotros para recordar que cualquier tiempo pasado fue peor.
Hay personajes aceptables –Melchor, el impetuoso abuelo de Milagros– y otros peor dibujados: fray Joaquín, un joven y bienintencionado fraile que en un momento dado se enamora de la gitana; o Pedro, el marido de esta, que cierra la cuarta parte con una de las escenas más brutales de la novela (aunque no resulta fácil jerarquizar los horrores expuestos). Hay escenas dignas –la llegada a Madrid de unos y de otros– y otras inasumibles, por acomodarse al trazo más grueso: así la que protagoniza el capellán de agonizantes, que se regodea en el sufrimiento de Caridad.
La reina descalza cumplirá las expectativas de muchos lectores y a otros les dejará indiferentes. Es una novela anecdótica.