El pueblo de Kimberly Clark Weymouth, siempre nevado, debe su modesta fama a que la escritora Louise Feldman ubicó allí una novela muy popular entre niños y adolescentes. De un modo u otro, la vida de sus habitantes gira en torno a este hecho, a la pequeña tienda de recuerdos que regenta Billy Peltzer, a la afición compartida por una serie de detectives y a un rasgo común que marca el pulso de esta historia: el afán de cada uno por espiar a sus vecinos.
Desde las primeras páginas, las imágenes que suscita esta novela de Laura Fernández (Terrassa, 1981) remiten más al cine que a la literatura: Tim Burton, los hermanos Cohen, El show de Truman, y todas aquellas películas que presentan un mundo que se parece al verdadero pero que, al mismo tiempo, desprende un halo de irrealidad. No es fantasía, ni ciencia ficción, ni tampoco una alegoría. Kimberly Clark Weymouth es una maqueta con la que su autora hace, literalmente, lo que quiere.
Las tramas que empujan a cada uno de los personajes, profusas y variadas, giran casi siempre en torno a las expectativas y decepciones que nacen en todas las familias, a la maternidad, a la reflexión sobre el yo y el nosotros, y a las limitaciones y esperanzas que cabe depositar en la amistad. Pero, además, Fernández juega con estos elementos y con unos personajes –estrambóticos y, sin embargo, creíbles– para darle vueltas a la relación entre literatura y vida.
Que el título de la novela sea el mismo que el del relato de Louise Feldman ya apunta a que el lector nunca estará seguro de qué ocurrió de verdad en el pasado, qué fue un espejismo colectivo y qué una elaboración posterior, y eso añade aún más interés al libro. Otro de sus logros notables es que estos diversos niveles de lectura, que en algunos capítulos pueden suscitar un breve desconcierto, siempre se reconducen hasta dar de nuevo con el camino de una prosa que se lee con enorme agrado y que le ha valido el Premio al Mejor Libro de Ficción de 2021, otorgado por el Gremio de Libreros.
A una obra tan cargada de imaginación le acompaña un estilo ágil, con algunas apuestas arriesgadas, y repleto de juegos lingüísticos. Esta aparente facilidad de la novelista para construir su propia voz denota una inteligencia literaria poco habitual en nuestras letras.