Tras una época de búsqueda afanosa de liberaciones, hoy surgen cada vez más llamadas a reforzar el sentido de responsabilidad. El ensayo de Bruckner se inscribe en esta línea, al detectar dos patologías propias del mundo occidental: el infantilismo y la victimización. A menudo, la legítima necesidad de protección degenera en el infantilismo, que combina una exigencia de seguridad con una avidez sin límites y sin sometimiento a ninguna obligación. A su vez, la victimización lleva a considerarse entre los grupos perseguidos, a presentarse como víctima a la que se debe reparación. Así, más que bienpensantes tendríamos hoy “biendolientes”, que en vez de rivalizar en la excelencia compiten en la exhibición de los agravios padecidos (a menudo más supuestos que reales).
Ambas estrategias de la irresponsabilidad se fundamentan “sobre una misma negación del deber, sobre la misma certidumbre de disponer de un crédito infinito sobre sus contemporáneos”. Y revelan las paradojas del individualismo moderno que, al modo rousseauniano, oscila entre la reivindicación de la autosuficiencia y la búsqueda ansiosa de la aprobación de los demás, entre el rechazo de la norma y la angustia de ser diferente. Esta cultura de la queja tiene efectos negativos en la convivencia social, entre los que Bruckner destaca la creciente tendencia a recurrir a los tribunales ante cualquier adversidad, el peligro de concebir las relaciones entre hombres y mujeres como guerra o como apartheid, o la búsqueda de privilegios enmascarados como reparaciones, con el riesgo de olvidar a los verdaderos desheredados.
Bruckner mete el bisturí con habilidad al diseccionar estas patologías sociales. Sabe captar el detalle significativo, los comportamientos contradictorios, los nuevos tópicos políticamente correctos. Y lo hace con fórmulas brillantes, en las que la ironía es la punta de lanza de la crítica. Quizá la inclusión del capítulo sobre el victimismo en la propaganda serbia responda más al deseo de aprovechar un artículo anterior que a las exigencias del ensayo.
Algunas esporádicas referencias al pensamiento cristiano no resultan coherentes con las mismas ideas que Bruckner defiende en otras páginas. Por ejemplo, incurre en la típica queja sobre la rigidez de la doctrina católica contraria al placer sexual, aunque poco después reconozca “el elemento sensual y emocional del catolicismo romano unido a su transigencia con las debilidades humanas…”. Pero es que, además, la Iglesia no tiene nada contra el placer sexual; lo que rechaza es la búsqueda del placer sin obligaciones, del sexo sin compromiso, de la recompensa inmediata sin dominio de sí. ¿Y no hay mucho de infantilismo en esas actitudes? Pascal Bruckner, que acierta a desmontar tantos otros prejuicios de hoy, podría liberarse fácilmente de éste.