Charles Taylor –profesor de filosofía en la Universidad McGill, miembro del movimiento nacionalista de Quebec, católico– se propone en este pequeño libro un objetivo grande: poner el ideal moral de la autenticidad a salvo tanto del exceso de celo de algunos de sus partidarios, que con sus abrazos de celebración acaban asfixiándola, como del desprecio fatalista de sus detractores. Y al hacerlo con brillantez, Taylor convierte esta cuestión en exponente de un nudo más difícil de desatar: el de la articulación entre la libertad y la verdad en las sociedades pluralistas.
Para quienes creen que el primer y sacrosanto principio es la libertad individual, el único imperativo moral evidente es «ser fiel a uno mismo» (o sea, ser auténtico), pues sólo la autodeterminación puede dotar de valor a un estilo de vida o ideal. En cambio, para los que apuestan por la verdad, el ideal consiste en ser «coherente con un orden superior», un orden que jerarquiza las elecciones y, por tanto, legitima o no las opciones. Los primeros suelen acusar a los segundos de dogmatismo y los segundos contraatacan acusando a los primeros de subjetivismo relativista. En medio de este fuego cruzado, Taylor pretende situarse en tierra de nadie. Y lo admirable es que, a golpe de argumento, consigue que el lector se haga cargo de que la tierra de nadie es la única tierra real.
Taylor comienza refiriéndose al «malestar de la modernidad», que presenta tres formas: el individualismo, la primacía de la razón instrumental y una especie de «despotismo blando», en el que la organización democrática de la sociedad se hace compatible con la reclusión de la mayoría de la gente en la vida privada egoísta. Pero Taylor se ocupa sobre todo del individualismo. Esto le permite indagar en las fuentes de la autenticidad, mostrar sus formas degradadas y atender tanto a los críticos del ideal como a sus defensores.
Taylor entiende por ideal moral «una descripción de lo que sería un modo de vida mejor o superior, en el que ‘mejor’ o ‘superior’ se definen no en función de lo que se nos ocurre desear o necesitar, sino de ofrecer una norma de lo que deberíamos desear». Y a partir de ahí se dedica a describir ese modo de vida, distinguiéndolo de sus degradaciones individualistas.
Metiéndose en la piel de las tesis subjetivistas, Taylor muestra que están vacías, que en realidad viven de la apropiación parasitaria de verdades que no son subjetivas, sino incondicionales. El punto clave de su argumentación es, creo, la noción de «significado»: si lo único que da valor a algo es el mero hecho de autodeterminarse a elegirlo, entonces ninguno de los «decorados» elegidos por cada individuo para dotar de un fondo de sentido a su vida tiene prioridad sobre los demás. Lo que ocurre es que esto es así a condición de convertirlos a todos en igualmente triviales.
En efecto, la condición de que ningún valor tenga prioridad sobre otro es que todos signifiquen lo mismo (ser expresivos de la libertad autodeterminada a elegir): entonces sí que da igual elegir una cosa u otra. Pero esto es justamente lo que, en realidad, sólo nos sucede con la elección de cosas que carecen de significación. A la hora de decidirnos por algo tan serio como una forma de vivir, la igualación de todas sólo vale si los estilos de vida carecen a priori de cualquier significado. Y esta situación no es que sea «mala» porque lleve al relativismo: es rotundamente falsa. Las elecciones vitales, argumenta Taylor, sólo son valiosas si se recortan contra horizontes valiosos.
A su vez, contra los críticos a ultranza de la cultura moderna, argumenta que si esos horizontes son impermeables a las decisiones o interpretaciones de los sujetos, a los cambios de época, a los gustos, entonces el papel de la libertad humana en la configuración de la propia identidad se convierte también en algo trivial. Las posturas de estos detractores de la modernidad son miopes, porque se niegan a aceptar el hecho de que «la naturaleza de una sociedad libre estriba en que será siempre escenario de una lucha entre formas superiores e inferiores de libertad».
Esta lucha consiste en «comprometerse en una labor de persuasión», que es lo que él hace ejemplarmente en este libro, en dos frentes, contra el pesimismo cultural y contra la celebración de la trivialidad: «Lo que deberíamos estar haciendo es luchar por el significado de la autenticidad (…) tratar de persuadir a las gentes de que la autorrealización, lejos de excluir relaciones incondicionales y exigencias morales más allá del yo, requiere verdaderamente de éstas en alguna forma».
Este libro aporta una bocanada fresca de teorización con asiento en la vida. Tendrá seguros adversarios y también indudables partidarios, pero ni los unos podrán despreciarlo ni los otros dejarán de encontrar en él argumentos persuasivos. Taylor habrá conseguido así su objetivo de mediar y decir algo a ambos bandos.