La Querella de los Antiguos y los Modernos ocupa gran parte, y la principal, de la vida política, cultural y literaria de Francia e Italia, durante los siglos XVI a XVIII, con ramificaciones en otros países, como Inglaterra. Su conocimiento es imprescindible para entender lo que, desde el siglo XIX, eclosionaría como Modernidad, con dos centurias de vigencia, hasta ser engullida por la Postmodernidad.
En la Batalla de los libros, de 1697, Jonathan Swift pone en boca del fabulista griego Esopo una comparación entre antiguos y modernos: los antiguos serían como las abejas, que extraen su miel de la Naturaleza; los modernos, como las arañas, que tejen sus telas sacándolas de sí mismas o incluso, dice el autor de Gulliver, de sus propios excrementos. Para los antiguos, la sabiduría es obra de acumulación; y de los ejemplos y enseñanzas antiguos es posible y deseable sacar modelos para juzgar el presente. Para los modernos, cada tiempo tiene sus propios saberes y los autores antiguos valen solo como referencias literarias del pasado.
Políticamente, los antiguos, desde Montaigne a Jonathan Swift o a Giambattista Vico, mantienen una actitud crítica ante los vicios de la sociedad y, en la medida de sus posibilidades se atreven a criticar al poder (salvo en el largo reinado de Luis XIV donde todos, antiguos y modernos, están a sus pies). Los modernos son los que, en Francia, defienden con todos los medios, incluso serviles, el Estado-Iglesia de Richelieu, su dictadura, y el absolutismo del Rey Sol. Catolicismo, sí, pero al servicio del Estado.
Cuando se hace el catálogo de antiguos y modernos se ve que entre los primeros, además de los citados, están autores como Racine, Fénelon, Molière, Bossuet, La Bruyère, Boileau o La Rochefoucauld; entre los modernos -muchos de cuyos nombres han sido olvidados- sobreviven Desmarets y, sobre todo, Charles Perrault, aunque, irónicamente, por Caperucita o El gato con botas. Fontenelle es un caso más complejo: un moderno no servil, crítico, ejemplo de lo que enseguida será una de las ilustraciones, porque no hubo una sola Ilustración. Mientras Voltaire y Diderot estarán entre los modernos, el complejo Rousseau se alinea con la sensibilidad de los antiguos, como lo hicieron también el movimiento alemán del Sturm und Drang, los ingleses Pope y Burke y una buena parte del romanticismo.
Esta apasionante historia de la cultura es la que cuenta Marc Fumaroli en Las abejas y las arañas. Es una valiosa obra de erudición y de síntesis, aunque se echa en falta un inicial apartado de clarificación de términos, para no inducir a confusión. Ya que, como él dice, de paso, “se puede ser moderno con los Antiguos [es decir, con los autores antiguos, griegos y romanos], y gracias a los Antiguos, como se puede serlo contra ellos”. Todo debido a los dos principales sentidos de moderno: uno, simplemente, significa atención a lo de hoy, a lo que ocurre en este momento; y, otro, eso mismo pero como ideología que olvida, menosprecia o rechaza los valores antiguos, la permanente naturaleza humana.
Hacia finales del siglo XVIII, pareció que la Modernidad había vencido en toda la línea y que transmitió esta victoria a los siglos XIX y XX. Pero no fue así, en realidad, como ha puesto de manifiesto la valiosa obra de Antoine Compagnon, Los antimodernos (ver Aceprensa, 28-03-2007). Ahora, en tiempos de postmodernidad -que en cierto modo es la calderilla de la modernidad- sigue siendo válida la reflexión de Fumaroli de que “sólo la universalidad del sentido común clásico está autorizada a juzgar en última instancia los méritos y deméritos de una actualidad que cometería un error erigiéndose en juez de sí misma”. Se trata de juzgar, no exclusivamente con la cortedad de miras del corto plazo, sino desde el conocimiento de “la entera condición de la naturaleza humana” (Montaigne).