Seix Barral. Barcelona (1992). 435 págs. 2.200 ptas.
Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950) ejerció la abogacía hasta que la literatura le absorbió por completo. Los papeles del ilusionista (1982) y La gran ilusión (1989), que le valió el Premio Herralde de novela, se cuentan entre una producción que ha buscado crear ambientes literarios en los que predomina la atracción por lo marginal. Este aspecto, patente en todas sus novelas, puede proporcionar alguna de las claves para abordar su última obra narrativa: Las pirañas.
Se trata de una novela en gran parte introspectiva, narrada en primera persona por un supuesto abogado, Perico de Alejandría, que vive en un mundo marcado por la intolerancia política y religiosa. Este extraño personaje confronta su infierno personal con un entorno social de degradación del hombre a través del alcohol, las drogas y los disparates sexuales.
Bajo la apariencia externa de un largo monólogo, el autor presenta un texto ambicioso, duro, con más pretensiones formales que logros reales, aunque sea indiscutible su refinado gusto literario. La estructura del libro se reduce a un vagabundeo errante, que se ciñe a los escenarios geográficos y a las figuras de su ciudad natal. Este pretexto le sirve de falsilla para exponer sus soliloquios sobre temas tan dispares como la gastronomía, la droga y la violencia, la sexualidad o el radicalismo abertzale. No hay orden argumental, pues todo el pensamiento fluye torrencialmente hacia el previsto desenlace, donde el testigo presencial acaba su vida de manera terrible y asfixiante.
Como en sus novelas anteriores, el repertorio de su léxico es de gran riqueza y variedad cromática, pero adolece de barroquismo y de recargadas formas dialectales, que rayan bastantes veces en la vulgaridad. La narración, en definitiva, viene a ser como la evocación de un sueño que se convierte en pesadilla, donde predomina un humor sarcástico y agónico que sofoca las pocas gotas de esperanza que el autor ha intentado verter, sin mucho éxito.
Asun Donazar