Los libros de viajes ocupan un lugar muy destacado en la trayectoria literaria de este escritor leonés (1955). El río del olvido (1990, el más logrado literariamente, recorre los escenarios de su infancia. Otros libros de viajes son Tras-os-Montes (1998) y Cuaderno del Duero (1999). Poeta, articulista y novelista, su novela más difundida sigue siendo La lluvia amarilla (1988). En Las rosas de piedra, su nuevo libro de viajes, ha emprendido una ambiciosa empresa literaria: describir las catedrales de España, a las que dedicará dos volúmenes. En este primero recorre el norte de España, comenzando por la Plaza del Obradoiro.
Historia, literatura, costumbrismo se entretejen en sus recorridos, con la excusa de visitar catedrales, para él “reliquias de un tiempo ido que quedó aprisionado en ellas”. Sorprende en un libro de estas características la total ausencia de referencias religiosas de calado, quizás porque, como ha afirmado Llamazares en una entrevista, en la que no oculta su ateísmo, las catedrales son refugio exclusivo para turistas.
Sin duda, como los que no frecuentan las iglesias para rezar, cree a machamartillo que todos los fieles son turistas o, a lo más, especie en extinción a la que no hay que salvar. Nos sorprendería que un crítico de pintura intentara hablar de un cuadro mostrando solo sus dimensiones, la composición química de la pintura, el tipo de madera del marco, la textura de la tela y la iluminación del sitio donde está colgado, pero no se refiriera en absoluto a lo que ha querido expresar el artista ni a la calidad estética alcanzada. Algo así le pasa a Llamazares con el valor religioso de lo que recorre con tanta erudición.
Llamazares resume las principales características artísticas de cada una de las catedrales, pero esto, lógicamente, no puede sostener exclusivamente el libro. El viajero Llamazares se introduce en el relato y habla con todo tipo de personas de los lugares que visita; ofrece así una imagen más coloquial y cercana con la que contrapone la avalancha de datos históricos y artísticos que hay en el libro. Pero, como ya le ocurriera en Tras-os-Montes y en Cuaderno el Duero, estas conversaciones sobre cuestiones locales y costumbristas son bastante desangeladas y repetitivas, sin que Llamazares acierte con el estilo ni con las anécdotas. De tal manera que esos personajes secundarios -que podían dar al libro la riqueza que aporta el viaje en directo- aparecen y desaparecen sin dejar apenas rastro.