Breve, sencillo y emotivo libro que describe en clave autobiográfica la relación que la autora, profesora y escritora italiana, tiene con los libros. Hija de una maestra de escuela elemental, Giulia Alberico nació en 1949 en un pequeño pueblo de la provincia de Chianti, San Vito Chietino. A los cuatro años, ya había aprendido a leer. La autora tiene grabado ese año de manera especial en su memoria, que transcurrió en Celenza sul Trigno, un pequeño pueblo donde estaba destinada su madre y en el que se pasaba el día en el colegio, de un lado para otro, de una clase a otra.
Giulia Alberico recuerda sus primeras lecturas, las bibliotecas de sus familiares más allegados, sus visitas a las librerías… Pronto empezó a tener su propia biblioteca, “algunos libros los forraba para no desgastarlos. Nunca los he prestado, me gustaba poseerlos. Los libros son tímidos, pensaba, quieren estar solo con quien los ha elegido, no les gustan las manos extrañas”. Durante los años del bachillerato lee libros que han quedado grabados siempre en su memoria, como Sartoris, de Faulkner, y Voces de un día de verano, de Irwin Shaw, y con “los clásicos rusos se me abrieron de par en par las puertas de una catedral”. Un apéndice final entresaca todas los libros que la autora cita en el libro, con una breve reseña histórica de las editoriales de su infancia y las colecciones que se mencionan.
En su formación literaria, como señala la autora, tuvieron un destacado papel dos profesores: Bento Lanci, profesor de griego, y Ericle D’Antonio, de latín. De este último realiza el siguiente elogio: “tengo hacia el profesor D’Antonio una deuda de gratitud, y sé por qué le tengo que estar agradecida: por el conocimiento que me transmitió, por haberme hecho intuir las salidas que sólo el estudio y la cultura pueden proporcionar”. El ejemplo de estos profesores también fue determinante para que Alberico se dedicase a la enseñanza, otra manera, como ella dice, de estar en permanente contacto con los libros.
Para la autora, “los libros me consolaban cuando lo necesitaba” y detrás de ellos siempre “había una historia con la que aplacaba la angustia, la frustración, la vergüenza, el sentido de adaptación”. Con algunas intermitencias, la lectura sigue llenando su existencia, en un trato permanente: “continúo leyendo en todas partes: en la cama, en el tren, en el autobús, en el autocar, en el coche, en las salas de espera de médicos, abogados, laboratorios clínicos y estaciones, sentada en los bancos”.