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Los osos que bailan

EDITORIAL

TÍTULO ORIGINALTańczące niedźwiedzie

CIUDAD Y AÑO DE EDICIÓNMadrid (2019)

Nº PÁGINAS248 págs.

Así como algunos animales salvajes pueden acostumbrarse a obedecer órdenes de sus domadores y no enterarse de que lo normal sería estar retozando libres en la naturaleza, hay seres humanos que, acostumbrados a vivir bajo la tiranía, una vez en libertad suspiran por aquella.

El periodista polaco Witold Szabłowski lo ha constatado en sus viajes por países del otrora bloque comunista europeo y por Cuba, donde perviven restos del sistema. Su libro, Los osos que bailan, es una deliciosa alegoría: describe, por una parte, el mundillo de la ya extinta doma de estos animales por parte de los gitanos búlgaros, para que, con sus bailes, garantizaran el sustento a sus dueños. Por otra, narra la dificultad de sus interlocutores búlgaros, serbios, georgianos, etc., para sacudirse el yugo del “antes vivíamos mejor”, aunque ese “antes” estuviera dominado por regímenes abyectos, que daban pan a todos con tal de que no preguntaran por sus derechos políticos y económicos.

Cuenta Szabłowski que, cuando a algunos osos amaestrados se les quita la jolka –el aro de hierro que los sujeta por la nariz–, no saben qué hacer. Una osa, por ejemplo, se pasó días tocándose el hocico con la pata, buscándola. “A pesar de que le había causado dolor toda su vida, no sabía aceptar aquella falta”, anota el autor.

Las cuidadoras del museo en que se ha convertido la casa natal de Stalin experimentan, sin saberlo, sensaciones parecidas. A los visitantes que censuran al dictador, una de ellas los increpa: “¿Os habéis vuelto locos? Acordaos de la Unión Soviética. Todo el mundo tenía trabajo. Los colegios de los niños eran gratis, desde Tiflis hasta Vladivostok”. La trabajadora vive convencida de que debe su realización personal al antiguo sistema. “Si no hubiera sido por el comunismo”… Y como ella, otras justifican al genocida. “Mi pichoncito Stalin” es, cuando menos, una manera bastante elogiosa de referirse al georgiano.

Personajes anclados en un comunismo sin mácula los encontró en varios sitios. En Cuba conoció a una mujer cuyo principal pasatiempo era bailar. “El baile es toda mi vida. El baile y la revolución”, le contó, a pesar de que, al implantarse el sistema comunista en la Isla, su familia perdió sus comodidades –“cuando Fidel nos quitó la casa y todos los muebles, consideré que hacía lo que tenía que hacer”, confesó–. En Serbia, entretanto, dio con unos parroquianos que lamentaban el arresto del criminal de guerra Radovan Karadžić, quien durante años se hizo pasar por un doctor naturista: “Es una pena que no nos dijera la verdad –dice el dueño de un bar–, lo habríamos protegido como a nadie”. Y en Ucrania, un sacerdote le aseguró que un hombre fue poseído por un demonio mientras leía un folleto sobre la Unión Europea. “Todo el mal, Witold, llega de Occidente”…

Como los osos liberados, que aún se levantan sobre sus patas traseras y bailan cuando ven a una persona, a algunos les cuesta creer que ya no tienen una jolka en la nariz.

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