Durante muchos años profesor de literatura en institutos de enseñanza media, el francés Daniel Pennac (1944) se hizo famoso con su ensayo Como una novela (ver Aceprensa 74/93), donde reflexionaba sobre la lectura entre los adolescentes. Pennac aportaba en ese libro ingeniosos argumentos para transmitirles la afición a los libros.
Mal de escuela es una obra que combina las estrategias de la novela con las del ensayo personal. En esta autobiografía, que es lo que parece el libro, Pennac, desde la perspectiva de su dilatada experiencia docente, recuerda su vida como estudiante y muchas anécdotas sobre su trabajo como profesor en diferentes institutos. Como estudiante, nunca fue brillante; al contrario, suspendía casi siempre, no le entraban las cosas, se despistaba, pasaba de todo.
Esta experiencia le ha servido para comprender la filosofía del mal estudiante y, apoyándose en su propio caso, buscar después todo tipo de estrategias con tal de rescatar a estos alumnos. Pennac no hace con ellos nada del otro mundo. Parte de su éxito como docente radica precisamente en su sentido común, que le lleva a desconfiar tanto de los sistemas pasados -sin rechazarlos de plano- como de muchas aportaciones pedagógicas modernas que ponen el acento en cuestiones que no considera básicas. Hay páginas muy interesantes sobre el valor de los dictados, del aprendizaje memorístico y hasta resulta sorprendente su defensa de los internados.
Conoce muy bien Pennac el discurso catastrofista que se ha alimentado últimamente sobre la situación de la escuela, con la multiplicación de casos de violencia y el sistemático desprecio por la sabiduría que parecen tener muchos alumnos. Pero desconfía de estos argumentos, más aún si son apoyados por reportajes periodísticos, donde muchas veces la anécdota se generaliza. Para Pennac, todo depende de cómo se trate a lo alumnos en clase y de las estrategias que empleen los profesores para que cada alumno descubra que tiene su importancia, independientemente de los resultados académicos y también del contexto social en el que viven.
Por eso escribe: “Basta un profesor -¡uno solo!- para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás”. Y resultan emotivos y convincentes el ejemplo de aquellos maestros que más influyeron en su vida. Hablando de sus profesores de matemáticas, historia y filosofía, dice: “los tres estaban poseídos por la pasión comunicativa de su materia”.
Pero lo más importante del libro es la actitud del Pennac profesor ante aquellos alumnos con poco entusiasmo por los estudios, víctimas de los problemas familiares y de una sociedad a menudo inhumana que los suele dejar solos. Pennac nunca arroja la toalla porque sabe que siempre puede conseguirse algo. ¿La clave? En un diálogo divertido consigo mismo, Pennac lanza una palabra que no abunda en la carrera de Magisterio, ni en los ensayos pedagógicos, ni en las instrucciones ministeriales, ni en los análisis periodísticos: amor. Todo el libro justifica la necesidad educativa de esta peligrosa palabra.