Emma Reyes fue una pintora colombiana que vivió en Francia, donde murió en 2003. En 1969, animada por un amigo, Germán Arciniegas, le relata su infancia a lo largo de 23 cartas, una correspondencia que se extendió hasta 1997. Sin ninguna pretensión literaria y en un estilo directo, Emma cuenta lo que fue su vida hasta la adolescencia: una infancia de abandono, humillaciones y malos tratos. Ella lo relata sin atisbo de ajuste de cuentas ni rencor alguno, desde la conmovedora inocencia de aquella niña que fue y que, a tenor de cómo están escritas las cartas y su biografía posterior, siguió siendo, lo cual puede considerarse un verdadero milagro.
La lectura de estas cartas atrapa desde la primera hasta la última, quizás a pesar de la gran dureza o precisamente por ella, pero, sobre todo, por cómo ella lo narra. Primero, con Emma muy chiquita, apenas andando, viviendo en un cuartucho en el barrio de San Cristóbal en Bogotá junto a su hermana mayor, Helena, y a Eduardo, otro niño pequeño, obedeciendo las órdenes de la señora María que los mantiene encerrados la mayor parte del tiempo y a la que en ningún momento se la nombra como madre. Tampoco se sabe nada del padre, un misterio que perduró a lo largo del tiempo. ¿Dónde está tu papá? y ¿dónde está tu mamá?, son preguntas que les harán más adelante a ambas hermanas y que ellas no contestaron.
Eduardo desaparecerá un día sin que se sepa bien por qué Así pasa a menudo en la vida de Emma durante su infancia. Poco después las hermanas se trasladan con la señora María a vivir a un pueblo. Nuevas tragedias se añaden en esa época, que acaba, tras la vuelta a Bogotá, con el abandono ya formal de las dos niñas, que terminan siendo recogidas en un orfanato.
Ambas hermanas tendrán un pacto de silencio, que mantuvieron durante largo tiempo, sobre esos primeros años y sobre aquella señora María y su primera infancia. El orfanato es un tristísimo retrato de unas monjas sin corazón, un modo de ver y vivir la religión espantosos y una continua explotación para las niñas que allí viven. De allí saldrá Emma, realmente de casualidad, cuando ya es una jovencita, sin saber ni leer, ni escribir, ni nada.
La correspondencia que cuenta la infancia de Emma Reyes es un relato sobrecogedor cuyo valor literario reside precisamente en ese estilo de escritura de quien simplemente vuelca lo vivido, sin revisar nada, tal y como sale. Tienen el trabajo de no estar trabajadas, pues según dicen, Emma fue una gran contadora de historias toda su vida, aunque tuvieron que animarla mucho para que escribiera estas cartas: nunca hablaba de su infancia.
Como un Dickens pasado por Colombia, algunos ratos con la dignidad y la mirada (en este caso bizca) de aquella Jane Eyre huérfana y lista como el hambre, con todos los palos que se lleva como un Lázaro moderno, estas memorias provocan desde la lágrima y el espanto hasta la sonrisa que se te escapa por el modo de contar tantas cosas de Emma: sucesos como aquel muñeco del General Rebollo, primer juego de la infancia; su amor por un cerdito y cómo compartían guarida; las explicaciones de Jesús, la Virgen y Dios o del pecado tal y como se lo explicaban… Hay mil detalles y anécdotas que demuestran que la realidad supera a cualquier ficción que pudiera imaginarse. En definitiva, unas memorias de infancia con una ternura que llega al alma en un relato de gran riqueza, muy latinoamericano, con muchos colores y tonos a pesar del constante negro de la miseria y el abandono.