Cuando Willa Cather (1873-1947) recibe en 1922 el premio Pulitzer por su novela One of Ours, está a punto de comenzar una nueva etapa literaria. Atrás queda un itinerario vital y profesional tan rico y diverso como el espíritu de esta extraordinaria mujer. Tiene 48 años, es una de las narradoras más importantes de Norteamérica y sus novelas –Alexander’s Bridge, O Pioneers! y My Ántonia– gozan de un sólido prestigio entre la crítica y de un amplio éxito popular. Entre 1923 y 1926 publica dos obras cortas –A Lost Lady y My Mortal Enemy– de características similares, a las que encuadra en un género personal que llama nouvelle démeublée (novela desamueblada).
Mi enemigo mortal tiene la extensión de un relato largo, inaugura una actitud de mayor compromiso personal –un audaz punto y aparte en su obra– y contiene los elementos nucleares que desarrollará en Death Comes for the Archbishop y Shadows on the Rock.
“Conocí a Myra Henshawe cuando tenía quince años, pero recordaba haber oído hablar de ella desde que tenía uso de razón”. Así comienza su relato Nellie Birdseye. El retrato de Myra desde la perspectiva de Nellie –treinta años más joven– es una auténtica obra maestra. Su preciso análisis psicológico no tiene nada que envidiar a Henry James o a Edith Wharton y, voluntariamente ajeno a las corrientes literarias de su tiempo, se despliega con la intemporal validez de Jane Austen o George Eliot. En Mi enemigo mortal no pasan muchas cosas porque no hay nada irrelevante. El gigantesco drama humano de Myra se levanta, en su impresionante vigor, sobre los frágiles cimientos de la cotidiana normalidad. La historia recorre algo más de un centenar de páginas y tiene la certera precisión del vuelo de una flecha. La sobria pluma de Willa Cather quiere dejar testimonio de la difícil asignatura de la existencia, de la lucha de su protagonista y del titánico ejercicio de la genuina grandeza de su alma: el valor para afrontar el fracaso, el desencanto y el error de una vida.
Quien se acerque por primera vez a la obra de esta autora, puede concluir que la literatura universal guarda aún muchos tesoros por descubrir.