Uno de los argumentos más utilizados para defender la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo es que no quita nada a los heterosexuales ni a la familia tradicional. El reconocimiento legal de este “nuevo modelo de familia” no sólo no perjudica a nadie, sino que tiene efectos positivos en la sociedad: amplía los derechos de los homosexuales, elimina las discriminaciones, etc.
Según Douglas Farrow, profesor de Pensamiento Cristiano en la Universidad McGill de Montreal, este argumento es una falacia. Para demostrarlo, analiza la relación que existe entre la crisis de la institución del matrimonio y la aceptación del “matrimonio homosexual” por el ordenamiento jurídico. No es casualidad, dice, que ambos fenómenos hayan coincidido en el tiempo.
Para Farrow, la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo tiende a oscurecer la comprensión de la familia como realidad natural. Cuando eso ocurre, la paternidad y la filiación se desvirtúan para convertirse en relaciones artificiales. Esto es lo que ha ocurrido en Canadá, desde que se legalizó en julio de 2005 el matrimonio homosexual.
En efecto, el nuevo derecho de familia canadiense ya no habla de “padres naturales” ni de “relaciones de sangre”, sino de “padres legales” y de “la relación legal entre padres e hijos”. Según Farrow, este cambio terminológico tiene una fuerte carga ideológica, pues acaba creando la convicción de que el matrimonio y la familia son productos de la acción legislativa del Estado.
La cuestión es de la máxima importancia para el futuro de las libertades democráticas. Curiosamente, dice Farrow, el sueño libertario que inspira el movimiento gay degenera en un estatalismo encubierto: es el Estado quien decide a quién pertenecen los niños y quién puede casarse o no.
La idea de matrimonio se amplía así a realidades que tienen poco que ver con la unión conyugal. Esta ha sido la lógica -junto a la mentalidad contraceptiva- que ha permitido equiparar las parejas homosexuales al matrimonio.