Hay pocos filósofos que ejerzan tanta atracción como Nietzsche, ese vástago del luteranismo que se propuso acabar con la trascendencia, y también pocos tan sugerentes, tan dramáticos y tan expresivos. Su filosofía partió a “martillazos” la historia del pensamiento, de acuerdo con su augurio, y aun hoy resuena, cada vez más lejano, cada vez más tenue, el torrente incontenible de sus aforismos en sus herederos posmodernos. No le falta razón a Rüdiger Safranski cuando, en esta edición ampliada de su Nietzsche, lo juzga como un pensador radicalmente religioso. ¿Quién, sin una exquisita sensibilidad teológica, se hubiera percatado de la obscena presuntuosidad que demandaba la liquidación de Dios?
Nietzsche ejerce soberbiamente de sacerdote en el ritual del vacío al que aboca la destitución de lo absoluto y en eso cifra la diferencia entre el ateísmo que no vence a Dios, e infatigablemente anhela su sentido, y el suyo, en el que –como insinúa Safranksi– una febril y lúdica voluntad de poder relega la nostalgia de lo sagrado. Hay que agradecer, sin embargo, la lucidez que tuvo al apuntar que no es el héroe ni el titán el protagonista de un mundo sin Dios, sino el superhombre, al que todavía parecen estar aguardando los últimos discípulos de Zaratustra.
Sería sencillo interpretar la locura que le aquejó en los últimos once años de vida de un modo edificante, como un castigo divino, o literario, como el funesto desenlace de una tragedia filosófica, pero esa exégesis pueril no libra al creyente ni al filósofo del desafío que constituye Nietzsche para la fe o la metafísica, otra de las bestias negras del pensador alemán.
Para Safranski, este filósofo refinado y melómano descubrió, alzando el velo de lo dionisiaco, lo espurio de nuestros conceptos, así como los residuos de poder y dominio que persisten cuando todos los ídolos se desmoronan. Es posible que hoy nos sobre suspicacia nietzscheana y andemos escasos de ilusiones, pero sus ardientes oráculos, su inclasificable pasión, puede servir para vacunarnos contra la indolencia y la relajación a la que nos conmina una sociedad que ha abdicado de la reflexión y remozado los tabúes. Nietzsche, el auténtico, obliga a todos, seamos o no adeptos suyos, a no bajar la guardia.
Asistir a la forja de su pensamiento, aproximarse a sus contradicciones y ser espectadores del brío filosófico que marcó, para bien o para mal, la existencia de Nietzsche es el objetivo principal de Safranski, que aprovecha, en esta sublime biografía filosófica, para hacer un balance de sus aportaciones y, de paso, limpiar su reputación, ensombrecida por la lucha ideológica. No es el único que ha intentado hacerlo, a juzgar por los ensayos publicados recientemente que emplean al pensador alemán como reclamo. En este caso, no se trata de reivindicar al Nietzsche mesiánico, sino de atisbar los abismos a los que puede encaminar la sinrazón.