Olor a yerba seca constituye la primera parte de las memorias del filósofo Alejandro Llano, aunque bien es cierto que en estas páginas las vivencias y los recuerdos autobiográficos se entrelazan con incursiones en el terreno del ensayo y la reflexión. Confiesa el autor en el prólogo que no se propone escribir una autobiografía intelectual, y de hecho consigue mantener un tono familiar e íntimo, sobre todo en la descripción de su infancia, el recuerdo de las vacaciones familiares en Asturias o los años en el colegio El Pilar de Madrid.
Dos hechos sobresalen en la juventud de Alejandro Llano. Por un lado, su pasión lectora, que le lleva a no discriminar entre géneros ni autores. Tal vez la voracidad de joven lector explique en gran parte el estilo literario de sus ensayos y también la amplitud de sus intereses. Por otro lado, la fe recibida en la familia y el encuentro con el Opus Dei le ayudaron a encauzar sus inquietudes espirituales. Llano, en cualquier caso, cuenta esta etapa de su vida con naturalidad y elegancia.
La llegada a la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid y el encuentro con sus maestros ocupa gran parte del libro. Allí conoció a Millán-Puelles, cuyos consejos y magisterio reconoce. Se percibe ya en aquellos años su carácter rebelde y su vocación pública en su cometido como delegado de curso, que le llevó, en ocasiones, a enfrentamientos con algunos profesores. Amigos, maestros y libros ocupan este tiempo.
Se trasladó a Valencia, donde siguió sus estudios. Allí, tras un período alejado de la universidad, decidió hacer la tesis doctoral sobre la filosofía de Kant. Es el tiempo de su primera experiencia como profesor de filosofía, en un ambiente virulento de protesta. Llano supo sortear las dificultades. Tuvo la oportunidad de viajar a Alemania, donde conoció a Fernando Inciarte, una de sus referencias intelectuales y personales más importantes, como él mismo señala.
El libro enlaza muy bien las anécdotas, en ocasiones tristes, de la vida del profesor universitario, las pugnas académicas y los desencuentros. Pero también las alegrías de la actividad del investigador. La lucha ideológica marcaba, como ahora, las oposiciones a cátedra, algo que Llano deplora. Tal vez el ambiente hostil explique la decisión de cambiar la Universidad Autónoma de Madrid, recién lograda la cátedra de Metafísica, por la de Navarra.
Llano se siente especialmente agradecido a la Universidad de Navarra, y así lo hace notar en repetidas ocasiones. En cierto sentido, también la Universidad de Navarra está en deuda con él: la experiencia académica de Llano fue decisiva para desarrollar la facultad de Filosofía; se crearon grupos de trabajo, se abrieron líneas de investigación y se realizaron proyectos; su contacto con colegas extranjeros fue también de gran ayuda.
Sorprende la capacidad de trabajo de Alejandro Llano, que ha sabido combinar la divulgación y el éxito comercial con la profundidad y la altura filosófica. Ahí están sus obras para comprobarlo, desde Fenómeno y trascendencia en Kant a La nueva sensibilidad o Humanismo cívico. A su obra escrita se añade su capacidad gestora en el desempeño de cargos académicos; entre otras cosas, fue decano de la facultad de Filosofía y Letras de Navarra y, más tarde, rector.
Olor a yerba seca expone, en definitiva, la vida pública y privada de un intelectual comprometido que no ha desviado su atención de los problemas más acuciantes de nuestro tiempo ni ha obviado las propuestas de pensadores de otras corrientes, incluso de las más opuestas. Son las memorias de un profesor que invita a la reflexión, apuesta por la altura intelectual y desconfía del poder. Pero también propone soluciones. Una muestra de ello son las reflexiones finales sobre el papel de la universidad y de los universitarios, que convendría leer en las aulas: motivan a enseñar y a aprender.