(Actualizado el 12-11-2018)
Ciertamente, Iván Turguénev es un clásico. La lectura de Padres e hijos mantiene el interés del lector actual; pues su enseñanza, el jugo que Turguénev saca de lo real permanente, está lleno de actualidad. Lo que ofrece en Padres e hijos es el contraste de generaciones.
Es enseñanza porque la novela –por demás entretenida– no se queda en la anécdota más o menos inventada de unos conflictos familiares, sino que en el mismo cubo que saca de su pozo aparece un agua que es argumento y vida, y son ideas, una convicción –filosófica y religiosamente fundada– de la realidad del hombre. Son muchos los personajes –característica habitual de la novela rusa del romántico XIX realista–, pero son dos los ejes de «Padres e hijos». Se trata del arquetipo en la novelística de Turguénev: Quijote y Sancho, como señaló, con otros críticos, Emilia Pardo-Bazán. No hay quijotes y sanchos en sentido propio; hay un cierto quijotismo y sanchismo, como los dos modos de ser del hombre. Son sólo modelos, que vagamente sirven de pauta al autor.
Es el caso del aristócrata Pável Petróvich Kirsánov –quijotesco–, un solterón adinerado que vive en la mansión de su hermano en el campo; viste impecablemente y actúa como si estuviera en la Corte; un ser ridículo e inútil, podría decirse; y eso dice de él Bazárov, su antagonista, un joven estudiante de medicina, malencarado, sin modales, soberbio, materialista y nihilista. Por atenerse a los dictados de la ciencia frente y contra la fe, y el arte, y la espiritualidad en general, se le pone en el lado de Sancho.
Cabe decir que también y más propiamente es antagonista de Pável Petróvich, aunque de otro modo, su propio hermano Nikolái, un hombre sencillo, casi tímido, de no excesivas luces, abocado a lo práctico y a la vida corriente… como lo será, en un mañana, su hijo Arkadi, tras una pasajera admiración por su compañero de estudios, el arrogante Evgueni Bazárov.
Padres e hijos es, sobre todo, una muestra del amor de los padres a los hijos; y del comportamiento –no siempre amoroso– de los hijos con sus padres. De la relación de Arkadi y de su padre Nikolái da Turguénev una imagen serena y feliz, corriente, como triunfo de quienes, como ellos, mantienen la fe y las valiosas tradiciones patrias. Los padres de Evgueni Bazárov, al que adoran con miedo, viven sometidos como sirvientes a su despótico hijo; sobre él –representante de lo que no debe hacerse– decide Turguénev que se cumpla la dura justicia. Pero no sin matizar: pues pocas veces se ha expresado en la narrativa sicológica, realista, de costumbres, una esperanza de salvación tan hermosa.
Los jóvenes hijos de la novela están en la edad de enamorarse. También en las mujeres hay el juego técnico del contraste: cercanas a Dulcinea o a Aldonza. Más atraídas por los quijotes que por los sanchos, o al revés. Anna y Fénechka son dos retratos magníficos de mujer, y extremos en el contraste. Es el suyo además un despliegue lírico de paisajes, aires, luces y colores. Interiores llenos de cotidianidad y vida: su sabor, su olor característicos… Ciertamente, Iván Turguénev es un clásico: no perece, es actual.
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La versión original de esta reseña era de la edición de Cátedra (Madrid, 2004), con traducción de Bela Martinova.