El filósofo francés Philippe-Joseph Salazar es un discípulo de Jacques Derrida y, por tanto, un experto en la deconstrucción, en este caso del discurso del Daesh. La mayor parte de su libro está dedicada a una ardua tarea: que los Estados y las opiniones públicas occidentales conozcan mejor a un enemigo con unos objetivos bien definidos.
Salazar es un experto en retórica, pues en sus artículos y libros suele escudriñar el lenguaje de los políticos, y ha sabido diseccionar magistralmente a un adversario tan retórico como el Daesh. El estilo de la oratoria árabe, rebosante de simbolismos, analogías y grandilocuencias, casa mal, sin embargo, con el racionalismo triunfante en Occidente con la Ilustración, y podríamos añadir que se hace más incomprensible ante los planteamientos posmodernos. El que haya aparecido un califato en julio de 2014, dotado de un territorio y de decenas miles de partidarios, sueña extraño a los medios occidentales, que tratan de descalificar el hecho reduciéndolo a las categorías de la extravagancia, la locura o la barbarie. En cambio, Salazar asegura que, aunque un dron mate un día al califa, el califato seguirá existiendo.
Otra de las contradicciones apuntadas por el autor es la existente entre el discurso político de que nos encontramos en guerra y las respuestas policiales y judiciales, que son mucho más templadas. Asegura que el terrorismo yihadista es la expresión de una continua llamada al combate; sin embargo, el Estado francés es incapaz de efectuar una movilización general de los espíritus, tal y como hiciera De Gaulle en su famoso llamamiento de 1940, ni emplea tampoco los términos “traición” ni “indignidad nacional”, que utilizaban los revolucionarios de 1789 o los resistentes frente a la ocupación alemana, para referirse a los franceses adheridos al Daesh. Por si fuera poco, los Estados occidentales son pudorosos para no mostrar abiertamente las atrocidades cometidas por los yihadistas, que Salazar califica de “pornopolítica”, o caen en el consabido argumento de la exclusión social o en una simple medicalización del problema al abordar la cuestión de los jóvenes captados por el Daesh. Y es que Occidente, que apartó de la vida político-social los conceptos del mal y del sacrificio, los ve introducido nuevamente en la escena pública por la acción de los yihadistas.
Salazar ha estudiado a fondo el Daesh y lo ha relacionado con el “terrorismo-fraternidad” de Sartre, la teoría del partisano de Schmitt o la guerra política del marxismo-leninismo. El califato es una forma de hostilidad radical universal, que no respeta ningún tipo de reglas, al rechazar tanto el lenguaje como los códigos políticos occidentales. Ante esta situación, que no desaparecerá de la noche a la mañana, ¿qué propone el autor de un libro galardonado con el Prix Bristol des Lumières? Utilizar las armas de la Ilustración, manejar una retórica comparable a la desplegada por el Daesh, sin dejar de hacer uso de la fuerza contra los yihadistas. En definitiva, la tesis del libro es que los yihadistas saben utilizar las palabras como armas, pero el actual Occidente carece de esa cualidad. Pero quizás el auténtico problema, no expuesto por Salazar, es que las armas de la Ilustración en la Francia republicana, tan atacada por el yihadismo, pueden esconder un discurso vacío, en el que la retórica carezca de auténticos contenidos.