La última entrega de la octogenaria Ana María Matute (Barcelona, 1925), la más laureada de las escritoras españolas, consiste en una rememoración de la infancia de la que no sabemos la proporción exacta de autobiografía, aunque se antoja mucha.
El libro cuenta en primera persona apenas dos o tres años de la infancia de la protagonista narradora, Adriana, que “nació cuando sus padres ya no se querían” y se refugia en la fantasía libresca, en la compañía de las chicas del servicio y en el amor de trágico fin que experimenta por un vecinito del bloque.
Pero, tanto en el planteamiento como en el estilo empleado, la autora adolece de abierta cursilería en algunos pasajes, abusa de los diminutivos y de un pueril simbolismo -el Unicornio por la inocencia, los Gigantes por los adultos- y peca de imprecisión constante: “sentí algo que”, “percibí como si”, “no sé por qué pero intuí que”. Se ha saludado esta obra -por ser de quien es- como una obra maestra; lo sería si se tratase de aplicar la fórmula proustiana al mundo interior de una niña española de preguerra, no de seducir al lector del siglo XXI.