Ariel. Barcelona (1992). 233 págs. 1.400 ptas.
Savater se dirige de nuevo a su hijo Amador, con la ilusión -aunque le repugnan los paternalismos- de ser mentor de la joven generación, cansada de liderazgos y compromisos públicos, según parece, y proclive más bien hacia el carpe diem!
La técnica elegida por Savater, y su habitual sentido del humor, le lleva a caricaturizar -lo reconoce expresamente, para curarse en salud-, y a construir de esta manera un entretenido y suave ensayo introductorio a la política. Se trata de una apologética laica de la participación en la convivencia social, entendida como cesión inevitable de algunos intereses personales, para conseguir -junto con los demás ciudadanos- otras pretensiones no menos deseadas. Nada de alientos románticos, nostalgias de absolutos, ni veleidades revolucionarias: hay que sacar el máximo partido a lo presente, defendiendo al hombre y su libertad por encima de todo. Eso sí, razonablemente, moderadamente, sin exageraciones (ni siquiera ecológicas).
En la permanente tensión entre ciudadano y Estado, casi sin intermediarios, a que se reduce la vida política occidental desde la Revolución Francesa, Savater opta decididamente por el individuo y su «derecho a disfrutar de la propia vida del modo más humanamente completo posible, sin sacrificarla a dioses, ni a naciones, ni siquiera al conjunto entero de la humanidad doliente». Como es natural, eso sólo es posible viviendo con los humanos, sin desentenderse de los intereses comunes, y participando de algún modo en los avatares colectivos. Lo contrario no es ser individualista o insolidario, sino idiota, en el sentido helénico del término.
Pienso que Savater intenta que su ética afirmadora del individuo no se transforme -como suele suceder con las lecturas dialécticas habituales en nuestra cultura- en una negación de la solidaridad. Pero, en caso de duda o conflicto, la apuesta es por el individuo y sus derechos, no por el Estado. Salvo error por mi parte, sólo ante el problema demográfico Savater se deja llevar del proteccionismo estatal o internacional, y protesta porque «el Papa y otros líderes religiosos predican irresponsablemente contra los medios anticonceptivos».
Como es fácil suponer, la grandeza y el riesgo de un planteamiento radicalmente liberal es no defender suficientemente la libertad democrática de sus propios enemigos. Pero no cabe duda de que la perspectiva resulta más atractiva que su contraria: el triste y anónimo predominio de comportamientos totalitarios o burocráticos. Más vale la incertidumbre libre que la irresponsable seguridad.
Pero al cerrar el libro, el lector adulto tal vez concluya que, con acentuar la inestimable grandeza de uno de los dos polos básicos del conflicto -el ciudadano frente al Estado-, no se acaban de plantear ni de resolver problemas políticos decisivos, de hoy y de siempre, como el del propio control de los poderes públicos.
Salvador Bernal