Boris Groys, profesor de Filosofía en Karlsruhe y vicerrector de la Academia de Artes Plásticas de Viena, es un pensador casi desconocido para el público de lengua castellana -hasta ahora se había traducido sólo un pequeño ensayo suyo, Sobre lo nuevo-, pero en Alemania sus ideas sobre el arte contemporáneo y sus análisis del comunismo soviético han gozado de cierto predicamento en la última década. En este sentido, Política de la inmortalidad, que reúne cuatro interesantes diálogos con él, constituye una buena introducción a su obra.
Groys, por un lado, comparte la concepción de la filosofía que predomina en estos tiempos posmodernos y, de hecho, en ocasiones se puede tener la impresión de que se expresa con cierta pose estética, de forma consciente e intencionada. Aunque renuncia cínicamente a la posibilidad de llegar a la verdad por la filosofía, por otro lado advierte las deficiencias de una visión filosófica que ha perdido el rigor de los planteamientos clásicos para reducirse a “obra cultural y artística”.
Su declaración de principios puede parecer superficial, pero detrás de todo este discurso impostado se encuentran algunas ideas sugerentes sobre el pensamiento y la cultura actuales. En tiempos en que la cultura ya no es un fenómeno de clases ni goza del aura de lo sagrado, se democratiza la producción cultural no sólo desde el punto de vista de los destinatarios sino sobre todo del de los productores. Groys no duda, sin embargo, de que la mayoría de las obras que ahora calificamos de arte caerán pronto en el olvido. Frente a esta forma de hacer cultura, se impone la innovación y la radicalidad como medio para perpetuar el mensaje y llegar a las futuras generaciones. A esto aspira Groys con su política de la inmortalidad.
¿Qué propone Groys con sus continuas referencias a lo nuevo, a la inmortalidad? Escapar de la prisión de la propia época. Para el pensador alemán, el riesgo del totalitarismo no parte de quienes sostienen dogmáticamente sus ideas, sino precisamente de los que no cuentan con ellas y viven según el estilo de su tiempo, aherrojados en él. En este sentido, la ruptura con la actualidad -de ahí la importancia de la innovación- es el freno más seguro de la represión totalitaria. “Negar la posibilidad de lo supratemporal es el rasgo inconfundible de toda ideología totalitaria moderna”, afirma; por el contrario, quien posee convicciones es capaz de luchar por ellas incluso en contra de la moda de los tiempos, de forma que se sitúa en lo intemporal y eterno.
Resultan interesantes, por otro lado, sus reflexiones sobre la Rusia postsoviética. Según Groys, ahora el gigante ruso vive una época de “romanticismo del capitalismo”, en el que el dinero se ha convertido en un elemento casi mágico. Pero la identidad rusa se sigue definiendo en oposición a la occidental y europea: si durante el comunismo los rusos tachaban a los países occidentales de liberales, hoy les acusan de ser “demasiado poco capitalistas”.
Política de la inmortalidad anima a la reflexión sosegada y perfila una línea de pensamiento que, sin negar la posmodernidad, se propone ir más allá de ella, radicalizarla, en última instancia, para analizar de forma crítica sus presupuestos y sus insuficiencias.