Herder. Barcelona (2006). 424 págs. 24 €.
Francesc Torralba es profesor de Filosofía en la Universidad Ramon Llull y miembro investigador del Instituto Borja de Bioética. Dedica este libro al diálogo con distintas concepciones poshumanistas de la dignidad. Para los antropólogos con los que dialoga, la dignidad, entendida como la excelencia peculiar del hombre, aparece como el mayor obstáculo ideológico, ya sea para el restablecimiento de una calidad de vida de la que esté ausente el sufrimiento innecesario (P. Singer), ya para consolidar una ética de mínimos que se guíe por el respeto a las decisiones autónomas de cada agente moral (H.T. Engelhardt), ya para que cada cual pueda valorar subjetivamente su vida de un modo global (J. Harris). En opinión de los autores mencionados, la dignidad actuaría como un impedimento para que la persona pueda expresar adecuadamente el valor real que tiene para sí misma de resultas de su propia tasación.
Pero, ¿cuál sería entonces el sustituto de la dignidad, en el que fundar una práctica moral en el marco de la bioética clínica? Singer asume el «principio utilitarista de minimizar el dolor y maximizar el placer», extendiéndolo a todos los vivientes que experimentan sufrimientos y borrando de este modo la infranqueable frontera especieísta que el concepto clásico de dignidad había introducido entre la especie humana y las demás especies vivientes.
Engelhardt formula el «principio de autonomía» en los términos de «no hagas a otros lo que ellos no se harían a sí mismos y haz por ellos lo que te has comprometido a hacer», bajo la influencia de Locke y Nozick. Los derechos individuales desalojarían, así, de su rango preeminente a la dignidad; el único deber primario hacia los demás es la actitud negativa de no inmiscuirse en sus vidas y el ejercicio derivado de la autonomía con relación a ellos, la potestad de dar permiso. Se banaliza de este modo el concepto kantiano de autonomía, al convertir la capacidad legisladora universal de la propia voluntad en el simple ejercicio de la autodeterminación. Los discapacitados no poseerían dignidad en sentido propio, sino a lo más por atribución de quienes por facultad propia la delegan en ellos al otorgarles protección.
Para Harris, profesor de Bioética en la Universidad de Manchester, es la «valoración» que el hombre hace en acto «de su propia existencia» lo que permite acusar el daño que eventualmente se inflige a su persona y, por tanto, lo que identificaría a ésta normativamente como persona, en sustitución tanto del criterio clásico de dignidad como de la autonomía propuesta por Engelhardt.
Tras los anteriores escarceos por estos autores y la discusión de sus presupuestos, procede Torralba a reubicar conceptualmente y rehabilitar certeramente el alcance de la dignidad. En sustancia, la dignidad es expresiva de la persona en la medida en que ésta comporta un «novum» en el ser, irreductible al universo físico y a las otras personas (análogamente, también la acción y disposición morales significan algo nuevo, e inderivable por tanto de cualquier dato previo). Mientras los otros vivientes se comportan a la medida de su especie y se integran de ese modo en el conjunto del universo, la persona es estrictamente individual y, como tal, puede ser confiada a sí misma y abrirse relacionalmente a su propia realidad, al universo cultural e histórico forjado por los otros hombres, a la realidad de las otras personas y a Dios.
Uno de los equívocos a propósito del estatuto personal de los disminuidos o de los no nacidos viene de su potencialidad no actualizada. Si se admite que la condición personal pertenece en el hombre al orden del ser, la mera potencialidad -que acaso nunca llegue a actualizarse- ante el cumplimiento de las funciones personales no significa que no se sea actualmente un alguien; por el contrario, la reducción de la persona a ciertos actos conscientes implica asimilar la potencialidad al no-ser, al tiempo que lleva a embarcarse en la inviable ruta de fijar de un modo empírico el momento en que comparecería plenamente la persona.
El autor recoge suficientemente el sentido clásico de la dignidad humana a través de sus principales exponentes, también actuales, aunque se echa en falta su fundamentación ontológica en el acto de ser. En efecto, para la identificación del ser de la persona acude a la aplicación unívoca del concepto de sustancia tomado de la esfera física, como lo inalterable bajo los accidentes (p. 346), pero como esta inamovilidad de la sustancia no es transpolable a la persona en dinamismo biológico y constitucional, ha de concluir fundando la dignidad ontológica en la relación (p. 399) y postulando un mínimo biológico estable para ser persona, situado en torno a la octava semana (p. 385). Las dificultades que le plantea la sustancia en orden a fijar una estructura biológica adecuada a ella podría haberlas superado con el acto de ser, ya que se trata, esta vez sí, de una noción compatible con el desarrollo biológico incompleto desde el momento de la concepción y que se sitúa ontológicamente a un nivel más básico que la estructura esencial de sustancia y accidentes.
Urbano Ferrer