Una novela más de Fred Vargas (París, 1957) con el habitual protagonista de esta serie, el comisario Jean-Baptiste Adamsberg, uno de los personajes más trabajados y conseguidos de la novela policiaca actual. Adamsberg es un hombre con un carácter muy bien definido, que se ha hecho familiar para los lectores, que saben bien cómo va a reaccionar, pues tanto sus sentimientos humanitarios como sus planteamientos morales son muy claros y predecibles. Gracias a su profunda intuición, a la confianza en su equipo y a una tenacidad que supera todos los obstáculos, consigue resolver la mayoría de los casos.
Además, es un personaje agradable, campechano, asequible, coherente, como lo es también el resto de sus colaboradores: las tenientes Retancourt y Froissy, las dos mujeres de la Brigada; Mercadet, con sus ataques de sueño; Voisenet; el teniente Veyrenc, que es bearnés, como el comisario, al que conoce desde la infancia.
La novela comienza con la resolución de un caso menor, resuelto con presteza por el comisario, y otro doméstico, también de fácil solución. Pero el que se trata en la novela se origina casi de la nada, mejor dicho, de la curiosidad de Adamsberg, al que llaman la atención unas muertes por picadura de la araña conocida como reclusa. El comisario desconfía de que sean muertes accidentales, aunque así se ha publicado.
Las investigaciones avanzan y remiten a hechos antiguos que conectan con el descubrimiento de unos delitos que se prolongan hasta el momento actual. No faltará la lección de historia, tan propia de la Fred Vargas, arqueóloga de formación.
Lo sorprendente en esta ocasión es la capacidad de la autora para construir una novela de esta envergadura con tan pocos elementos narrativos. Como en el resto de las novelas de la serie, mantiene la intriga y la tensión hasta la última página.