Portrait du Pere Lagrange. Celui qui a reconcilié la sciencie et la foiPalabra. Madrid (1993). 181 págs. 2.650 ptas. Edición original: Robert Laffont, París, (1992).
El Padre Lagrange fue un dominico escriturista que comenzó la Escuela Bíblica de Jerusalén a finales del siglo pasado y allí se dedicó a la investigación hasta su muerte en 1938. Una biografía como ésta se despacha en diez páginas; pero no es eso lo que le interesa al autor ni, previsiblemente, al posible lector. Por eso, lo que hace Guitton es una semblanza, difusa variante que le permite dedicar medio libro al acontecimiento más duro de su vida, sus problemas con la Santa Sede, y la otra mitad a una serie de conversaciones y reflexiones del propio Guitton con Lagrange.
Como biografía, pues, la obra es muy ligera. Lo que preocupa a Guitton, y puede invitar al lector a asomarse a su libro, son sobre todo dos puntos. Uno, el largo periodo en que la investigación científica de Lagrange sobre la Biblia estuvo vetada por la Santa Sede, que le prohibió la publicación de sus trabajos. Guitton se refiere a este hecho con el nombre de «la prueba», y subraya que Lagrange la aceptó con tanto dolor como filial obediencia. No en vano la redacción del libro viene precipitada por la próxima introducción de la causa de beatificación del escriturista.
El otro aspecto relevante es la tensión, que a veces parece oposición, entre razón y fe; más en concreto, la que se produjo entre ciencia escriturística y fe en Francia desde mediados del siglo pasado hasta mediados de éste, que influyó de forma muy relevante en la descristianización de la cultura francesa. De un modo u otro aparecen aquí algunos de los protagonistas activos de esa crisis: Renan, Loisy, Couchoud… Muchos de ellos, clérigos científicos que no supieron conciliar ambos aspectos de su vida y que, en ocasiones, acabaron siendo llamados al silencio, rebelándose y perdiendo la fe.
Por eso aparece más luminosa la figura de un Lagrange no menos competente y valiente, tampoco menos silenciado, pero sí más fiel, hasta llegar a ver su postrera rehabilitación y cómo sus ideas eran integradas en la encíclica fundamental de Pío XII Divino afflante Spiritu (1943), final feliz al que no fue ajena la propia actuación del entonces joven Guitton como redactor de un manifiesto de intelectuales católicos sobre razón y fe.
Huelga decir que, haciendo honor al resto de su obra, Guitton escribe muy bien. Como es lógico, las pinceladas de ambiente cultural que abundan en sus páginas se refieren sobre todo al mundo francés. Las descripciones de los politiqueos entre la escuela francesa de dominicos y la rival de jesuitas alemanes supone un recuerdo palpable de que la santidad de la Iglesia no es una garantía de máxima caridad en la toma de decisiones de sus miembros.
Javier Fajardo