Albert Espinosa actúa, dirige, escribe, ha hecho cine, teatro y televisión; ha escrito dos novelas y, además, es ingeniero, todo eso con 38 años y tras haber superado varios cánceres y perder una pierna. Se muestra optimista ante la vida en las entrevistas que concede y manifiesta que, más que creer en Dios, confía en que existen personas buenas que muestran caminos y transmiten energía.
De eso va esta novela. El protagonista tiene unos cuarenta años y su matrimonio está en crisis. Viaja a Capri a buscar a un niño desaparecido (es su trabajo) y recuerda a las dos personas que más le influyeron en su niñez, y por qué.
Cuando se escribe una novela para dar un mensaje se corre el peligro de que la narración se resienta. Espinosa está todo el tiempo al borde del precipicio en este sentido. Quiere hablar de la importancia de reír, de las claves de la felicidad, de la necesidad de aceptarse a uno mismo superando las convenciones, de ayudarnos unos a otros, de pararnos a pensar, de confiar en los demás. Al peligroso tufillo de autoayuda trivial se une una querencia ternurística muy próxima al melodrama. La historia presente que se narra sabe a poco y los recuerdos del pasado explican unas relaciones algo artificiosas.
Con todo, el libro tiene buen fondo y se lee con simpatía. Sin duda ayuda el tono directo y coloquial (aunque correcto) y que es breve. Un narración sencilla y comercial. El elevado número de ejemplares vendidos en España muestra sin duda la necesidad de oír mensajes positivos. Que sean obvios o que se mezclen con ficciones endebles no es algo que preocupe al gran público.