Kerry Gaudet, una joven enfermera destinada en Vietnam, solo cuenta con una semana de permiso para encontrar a su hermano, quien ha desaparecido tras enviarle una carta breve y poco coherente. Con esta pista poco prometedora, y aún convaleciente de un ataque que le ha provocado quemaduras muy dolorosas, aterriza en Los Ángeles unos días antes de las Navidades de 1967 para desentrañar lo que se oculta bajo la súbita huida del único familiar que le quedaba.
Si en la jungla le acechaban los horrores de la guerra, en la ciudad deberá enfrentarse también al desprecio por la vida, a la locura y al sufrimiento de los inocentes. En esta lucha tan poco equilibrada cuenta con la ayuda de Ida Young, una detective que, meses después de retirarse, acepta colaborar por última vez con la policía para esclarecer un asesinato que, quizás, le permita cerrar uno de los casos más truculentos de su pasado.
El vértice que completa el triángulo es el que ha obligado a otro veterano del lado opuesto de la ley, Dante Sanfelippo, a rastrear a otro desaparecido. En su caso, se trata del hijo de un decadente mafioso californiano, Riccardo Licata, por quien su padre ha tenido que depositar una fianza de medio millón de dólares después de que lo sorprendieran con un alijo considerable de cocaína, y que tampoco da señales de vida.
Cuando la detective Ida recurre a Dante para que le ayude a resolver la fuga de Stevie Gaudet, empiezan a emerger algunas conexiones que les hacen sospechar de la implicación de una agencia gubernamental, opaca y siniestra.
Esta novela es la cuarta de una serie –en las que destaca El blues del hombre muerto–, aunque puede leerse de forma independiente y, para bien y para mal, cumple con todos los requisitos del género. El desarrollo en paralelo de las dos tramas, la del traficante y la del huérfano, contribuye a mantener la intriga y la acción, y es de agradecer que el autor no se enrede en demasiadas consideraciones ontológicas ni literarias.
El peaje del género sí que resulta más evidente cuando se descubre quiénes están detrás de unos sucesos que, en principio, no guardan relación entre sí. De hecho, cabría preguntarse por qué los detectives de la ficción no empiezan siempre por buscar un complot en las altas esferas para luego descender a los detalles. Pese a esto, la recreación histórica, sobre todo cuando se rastrean los orígenes de la DEA, la agencia antidroga norteamericana, añade un contexto poco habitual, y la descripción –sin excesos– de la cara más oscura de Los Ángeles, de la industria del cine y del espectáculo, rematan un libro entretenido.