Anagrama. Barcelona (1993). 382 págs. 2.500 ptas.
José Antonio Marina sorprendió a todos al ganar hace dos años el Premio Nacional de Ensayo con su Elogio y refutación del ingenio (ver servicio 106/92). Esta segunda obra podría calificarse de «cautivadora». Pocos libros de pensamiento están escritos con tanta soltura, con este dominio del lenguaje, y consiguen, además, fascinar.
Es innegable que se trata de un libro filosófico. Pero el autor logra salirse de los moldes clásicos del género. Es una obra escrita con dos registros simultáneos. Un lector sin especiales conocimientos filosóficos prescindirá de la «bibliografía comentada» que se añade al final -en la que el autor responde a las dudas y objeciones de un interlocutor imaginario-, y habrá disfrutado con un libro ocurrente, divertido y que le habrá aportado no pocas luces sobre cuestiones fundamentales sobre la inteligencia. Un lector más versado sabrá apreciar la familiaridad del autor con pensadores clásicos y modernos. Además, es un libro científico: filósofos y psicólogos salen a la palestra e intentan combinar los conocimientos propios en una teoría común, guardando los respectivos criterios metodológicos.
La estructura básica de la obra es más o menos la siguiente. La inteligencia es la capacidad de dirigir el flujo de la conciencia. Esta propiedad debe ser entendida como libertad: por eso se puede afirmar que la inteligencia humana es la inteligencia animal -para distinguirla netamente de la artificial- penetrada por la libertad. Y es el lenguaje lo que permite la autoposesión del pensamiento. Esta inteligencia, creadora en cuanto libre, se extiende a todos los campos de la conducta humana: al cuerpo, a la actividad artística, a la mirada, a la ética…
En materias tan difíciles es imposible estar absolutamente de acuerdo con todas las afirmaciones del autor. Me parece que su análisis de la inteligencia está falto de dos supuestos fundamentales: un buen análisis de la libertad -que el autor entiende como «libre juego de facultades», con una terminología kantiana que no acaba de explicar- y un buen análisis de la abstracción. En consecuencia, no me convence su apelación a la noción de persona humana y su dignidad: es decir, falta trascendencia. Quizá algunos de esos puntos oscuros se aclaren en el siguiente libro que el autor promete: una «Ética para náufragos».
Andrés Pérez Monzón