Javier Marías encarna uno de esos inusitados casos en los que se palpa la capacidad de la letra impresa para levantar pasiones. O sembrar odios. Porque muchos le consideran un escritor artificial, plúmbeo, que ofrece artefactos preciosistas, pero con escaso nervio narrativo. Otros, sin embargo, aprecian sus señas de identidad –su escritura parsimoniosa, sus alusiones culturales, el monólogo casi ininterrumpido, así como la obsesión que muestra novela tras novela por abrir tramas o itinerarios alternativos– y creen que es un digno candidato al Nobel, aunque sea difícil saber qué se quiere decir con ello.
En este sentido, no hay que engañarse al acercarse a Tomás Nevinson. Es, tal vez, su obra más lograda, más redonda –e incluso la más larga–…
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