En su vertiente extrema, el transhumanismo plantea un escenario de ciencia-ficción: cerebros conectados a Internet; emociones descargables en un ordenador; úteros artificiales que permiten gestar fuera del cuerpo; vidas criogenizadas a la espera de la inmortalidad…
Son promesas que cabe despreciar por utópicas. Pero una opción más interesante es tomarse en serio la radical visión del hombre que propugna este movimiento y denunciar su progresiva aceptación en la opinión pública, gracias al entusiasmo por la tecnología. Es lo que hace en este libro Tanguy Marie Pouliquen, profesor de filosofía y teología en el Instituto Católico de Toulouse.
No es fácil hacerse una idea exacta de los postulados transhumanistas, dadas las diferencias que hay entre sus partidarios y la ambigüedad con que algunos plantean sus objetivos. Pouliquen bucea en declaraciones y otros documentos disponibles en las páginas web de asociaciones transhumanistas para ofrecer una síntesis crítica y didáctica, en forma de 115 preguntas.
En el centro de la visión antropológica del transhumanismo está el rechazo a la naturaleza humana y a los límites biológicos que derivan de ella, incluidas la enfermedad y la muerte. Frente a ellos, esta corriente de pensamiento propugna la mejora y el aumento de la condición humana a través de la ciencia y la técnica. En particular, mediante la “convergencia NBIC”, que pone a colaborar entre sí a la nanotecnología, la biotecnología, las tecnologías de la información y las ciencias cognitivas.
En un primer momento, el movimiento transhumanista presentó la mejora humana como un derecho. Pero ha acabado haciendo de ella una exigencia ética: en los tiempos de la evolución dirigida por los hombres, sería inmoral dejar pasar las desigualdades impuestas por la “lotería genética”. Es la misma lógica con que hoy se quieren dirimir cuestiones bioéticas: ¿por qué permitir que nazcan niños con alguna discapacidad?; ¿por qué no producirlos sanos?…
Al utilitarismo libertario del transhumanismo, de marcado trasfondo materialista, le conviene la ruptura con cualquier forma de dependencia, sea el reconocimiento de la existencia de Dios, la fragilidad del propio cuerpo o los “defectos de calidad” de los demás, reducidos a la categoría de productos mejorables.
Para justificar las faltas de respeto a la dignidad humana, el transhumanismo promueve la concepción relativista de la tolerancia. La paradoja es que después de pedir la abolición de los límites biológicos, esta corriente de pensamiento dicta el suyo: “Es intolerable no ser tolerante”. También necesita que la capacidad de reflexión de la sociedad retroceda, para que nadie ponga pegas morales al núcleo duro del credo transhumanista: “Todo lo que es técnicamente posible, es deseable”.
Frente al poder fascinante de la tecnología, Pouliquen hace un llamamiento a la actitud reflexiva: cada cual debe valorar cómo usarla para que siga siendo “un simple medio proporcionado a la vida real”. Precisamente en una época tecnológica se vuelve más apremiante “la exigencia de vida interior”, como observó el filósofo Gustave Thibon: “El hombre de mañana tendrá tanta más necesidad de meditación cuanto más se verá inclinado a la acción, para hacer contrapeso a la acción, y para darle un sentido y escapar de la dispersión, del desmigajamiento interior”.