Parece evidente que una parte de la sociedad actual tiende a colocar a la religión “bajo sospecha” cuando de alguna manera pretende proyectarse socialmente, más allá de los ámbitos y de las conciencias individuales. Así, las máximas, de fácil malentendimiento y tergiversación, de que el Estado es aconfesional y religiosamente neutro, de que “lo público” ha de ser “laico”, y de que en los ámbitos de todos solo ha de tener cabida lo que es “de todos” –y la religión no lo es– han desembocado con frecuencia en unas conclusiones erróneas: que los espacios públicos deben ser asépticos (en el sentido de ideológicamente nihilistas), que a las instituciones públicas no les corresponde atender las demandas religiosas ciudadanas o que en el debate público no tienen cabida las propuestas de origen o inspiración religiosa. Visto esto, bienvenidas sean cuantas aportaciones intelectuales contribuyan a desvirtuar tales aseveraciones.
En la obra reseñada, Francisco Santamaría, evidenciando su formación filosófica y con pretensiones de divulgación, ajenas a la erudición o al tecnicismo jurídico, pone el dedo en las llagas adecuadas para resolver acertadamente estas cuestiones. Lleva, pues, a sus justos términos la legítima autonomía y separación de las realidades temporales y las religiosas, y neutraliza, cabalmente, la injusta pretensión de que los ámbitos y espacios públicos o la convivencia política deban articularse necesariamente al margen de la religión.
Así, recuerda Santamaría que el hecho religioso es un hecho social, aspecto imprescindible para comprender esta problemática; que la neutralidad estatal no consiste en erradicar la religión, de modo que el laicismo no tiene nada de neutral; que el espacio público, por ende, no es un espacio necesariamente laico, sino constitutivamente plural, acorde con la diversidad social que acoge; que la democracia no es de suyo un régimen contrario a la “permeabilidad religiosa”.
En este último aspecto, el autor, con particular ahínco, combate la pretensión laicista de deslegitimar el influjo político de la religión –con sus pretensiones de verdad– en las decisiones colectivas: y es que de sobra somos testigos del deseo de algunos de excluir del debate político la voz de las confesiones religiosas o de los simples ciudadanos que enarbolen propuestas de inspiración religiosa. Frente a esto, fácil es oponer que en la arena pública caben todos.
En definitiva, Francisco Santamaría nos presenta un trabajo esclarecedor acerca de cuestiones de gran actualidad; y al alcance de cualquiera, aunque, lógicamente, los lectores con formación filosófica o jurídica le sacarán mayor partido. Y muy bien escrito, de lectura ágil y amena, con multitud de ejemplos de la vida misma.