En este libro recientemente traducido al castellano, Robert Laughlin, profesor de la Universidad de Stanford y premio Nobel de Física en 1998, reflexiona sobre la física moderna en unos términos distintos a los habituales. Estamos acostumbrados a que la divulgación de la física vaya con frecuencia acompañada del mensaje más o menos velado de que la ciencia “fundamental” es aquella que trata de las fuerzas entre partículas elementales, esto es, sin estructura interna. Se da a entender, cuando no se afirma explícitamente, que las formas complejas de organización de la materia tales como las que encontramos en los sólidos o en la biología son comprensibles “en principio” a partir del conocimiento de las leyes básicas. Dentro de esta visión reduccionista de la ciencia, el todo se reduce a la suma de las partes.
Laughlin no niega formalmente el reduccionismo pero en la práctica lo critica fuertemente, como lo haría un opositor radical. El mensaje central del libro es que la verdadera frontera de la ciencia está, no en lo pequeño, sino en lo complejo. Cuando se agregan muchos átomos para formar un sólido o un tejido biológico, surgen nuevos principios organizativos que no pueden derivarse rigurosamente a partir de leyes microscópicas y que carecen de significado en sistemas de pocas partículas.
Laughlin insiste en que la investigación de esos conceptos emergentes que operan en la organización compleja de la materia es tan “fundamental” como la investigación sobre las fuerzas elementales. Si se atiende a la ciencia en su conjunto, la idea de emergencia, según la cual el todo es algo más que sus partes, es mucho más relevante que la de reducción, pues casi toda la actividad científica, incluida la física, y toda la tecnología se ocupan de nociones emergentes. Éstas van desde la temperatura de un líquido hasta la resistencia de un edificio pasando por la morfología de una flor. En el “universo diferente” que propone Laughlin, la ciencia se reconcilia con el sentido común porque toda nuestra percepción de la realidad se basa en conceptos y leyes emergentes.
Un problema que tiene este libro es que no está muy claro a qué público va dirigido. La ausencia de ecuaciones y la profusión de divertidas anécdotas sugieren que no se espera de su destinatario más que un cierto interés por la ciencia, y ésta es sin duda la intención del autor. En la práctica, muchas discusiones revisten un carácter técnico que sólo puede ser asimilado por especialistas.
Un lector poco familiarizado con la física actual tendrá que conformarse con captar el mensaje principal y, eso sí, entretenerse con la multitud de historias y chistes que Laughlin relata con mucha gracia. Esta facilidad que el autor tiene para intercalar relatos amenos de todo tipo es a la vez una virtud y un defecto del libro. Es una virtud por razones obvias. Es un defecto porque con frecuencia oscurece más que ilustra el mensaje que se intenta transmitir. Con la misma intención, se podría haber escrito un libro mucho más consistente aunque probablemente más aburrido. Cuando se apunta a un objetivo tan ambicioso como el de inaugurar la edad de la emergencia y enterrar la era del reduccionismo, lo prioritario debería ser transmitir una propuesta intelectual sólida sin necesariamente divertir al lector.
También hay que decir que la falta de claridad conceptual no es únicamente debida al rico anecdotario. Laughlin consigue transmitir un mensaje central claro (el triunfo de la emergencia sobre el reduccionismo), pero los detalles de su propuesta son con frecuencia confusos. Sin embargo, el contenido del libro es suficiente para lo que quizás es más importante: estimular el pensamiento del lector y, como beneficio colateral, hacerle pasar un buen rato.